22 de marzo de 2015

El phubbing, una forma de estar (o no) con otros… No sin mi móvil


José Antonio Luengo


Ponemos nombre a casi todo. A todo, mejor dicho. Todo aquello nuevo que surge a nuestro alrededor, o, incluso, en nuestras propias manos, nace ya con su denominación expresa; o no tarda demasiado en contar con un término que captura el objeto en cuestión, o la acción como es el caso al que vamos a referirnos. Un nombre, una denominación, que nos lleva a un concepto, a saber, a una idea, a una representación mental de una determinada realidad.

En 2007, al amparo del nacimiento y desarrollo de los teléfonos inteligentes (smartphones), un joven australiano de 23 años, Alex Haigh, acuñó un término para definir y dar significado a la acción de ignorar a las personas con las que estás dando prioridad a lo que se cuece, y late en la pantalla de tu teléfono móvil. Phubbing. Así lo llamó. Un palabra que surge de la fusión de dos términos en ingles; phone (teléfono) y snubbig (desairar, despreciar, menospreciar). Dos palabras en una que vienen a definir una situación muy frecuente en nuestro día a día. Una situación que marca el ritmo de un buen número de experiencias de relación en las que las personas implicadas físicamente pueden ignorarse durante el tiempo en que, en teoría, están relacionándose. 

Todos, seguro, podemos identificar y relatar un sin fin de situaciones en las que este hecho se da explícito, nada enmascarado. Como si nada. Como si fuera lo normal. Como si lo contario, es decir, mirarse a la cara y hablar, dialogar, comentar cosas juntos, fuera, precisamente, algo reprobable. Fuera de uso, casi friki, extravagante, extraño… raro, en definitiva. Las cosas empiezan a ser de tal guisa que lo raro es precisamente que nadie, en una reunión del tipo que sea, saque, o saquemos, nuestros teléfonos móviles para consultar su pantalla como si nuestra vida-dependiera-de-ello.

A veces de manera prudente, dejamos nuestro móvil encima de la mesa. Y no hacemos nada más. Solo avisamos… Igual tengo que contestar alguna llamada, o algún correo urgente. No lo digo con palabras. Lo digo con el gesto. Retoco la ubicación de cubiertos, servilletas y vasos y, zas, coloco mi tercera mano, mi segundo cerebro, mis otros ojos. Ahí, encima de la mesa. Puede pasar cualquier cosa… Y tocanos el dispositivo nerviosamente. Como pidiéndole… ¡Habla! ¿día algo! ¡Muéstrate! En otras ocasiones, nos cortamos menos y aprovechamos cualquier oportunidad para echar un vistazo. Una carcajada, una pausa, llega el camarero… Tenemos esa necesidad. Revisar, conectar con el-otro-lado, a ver si ha pasado algo, si alguien ha dicho (me ha dicho) algo que necesite saber ya. Y contestar ya, claro. Pero podemos, incluso, superarnos. Y pasamos olímpicamente del otro. O de los otros. Quedamos, nos saludamos, acercamos las sillas y nos sentamos juntos. Y, poco a poco, en un pis-pás, la conversación fluye. Pero no en las miradas cercanas, ni en los gestos, las sonrisas cómplices con quien está a mi lado, la conversación o la palabra cara a cara. Más bien con quien está al otro lado de la pantalla. Vemos la sonrisa, sí, pero no es para mí. Sino para quien dice o se expresa a ese otro lado. Nada que objetar, claro. Cada uno se comunica, y se ríe con quien quiere. ¡Pero que no quede conmigo, coño!


Lo más inquietante de todo esto es que estamos ante un comportamiento paradigma de la muy-mala-educación. Así, en bruto. Sin excusas. Porque, en efecto, tal como marca la palabra snubbing, estamos desairando, menospreciando a quien está a mi lado. Intencionalmente a mi lado, claro. Poner nombre a las cosas suele ayudar a tomar conciencia de las cosas, de su impacto, de lo que son y significan. Pero no parece que hayamos sido capaces de detener un modo de estar con los otros que lamina el alma misma de la relación en las distancias cortas, del contacto físico, de la sencilla convivencia, sentados ante un café, el menú del día en un restaurante, una coca-cola después del trabajo o, sí, incluso esto, compartir la cama antes de dormir. Atrás quedan ya los estudios basados en encuestas que relacionaban la mayor o menor actividad sexual de las parejas por la noche con la presencia de una televisión en la habitación. Huelen a antiguo, la verdad. Puede llegar a parecernos que cualquier costumbre pasada fue mejor…Pero pueden formar parte de un mismo continuo, aquel que da valor a lo que ocurre a nuestro alrededor, ninguneando a quien está a nuestro lado. La sofisticación llega con nuestro Smartphone, o Tablet… Ya existen, de hecho, investigaciones que ponen negro sobre blanco los efectos de estas nuevas (¿nuevas?) tendencias. Con el móvil a la cama. Y sobre aspectos no desdeñables de nuestra salud, también.

El vídeo, Olvidé mi teléfono, muestra de un modo fidedigno el tipo de relaciones que desembocan, en no pocas ocasiones, en una suerte de desilusión, cuando no discusión o enfriamiento definitivo de las relaciones. En solo tres días desde su publicación le vídeo consiguió más de 5 millones de visitas en YouTube. El secreto de I Forgot My Phone (Olvidé mi teléfono) es, seguramente, haber logrado que los espectadores se identifiquen con los protagonistas en algún momento del vídeo. El corto, subido a Youtube el 22 de agosto, está dirigido por Miles Crawford a partir de la idea de Charlene de Guzman, la protagonista. Narra un día cualquiera en la vida de la mujer, en la que tiene que ver cómo la gente que le rodea se apresura a hacer foto tras foto de los momentos que pasan juntos o, simplemente, prefieren entretenerse con el móvil en lugar de disfrutar de su compañía. El resultado de todo esto, conocido cada vez más, el enfriamiento de relaciones sensibles. Y hasta hace poco, también, imprescindibles. La causa. El desaire. El desinterés. Cierto grado de menosprecio, sin duda.

Vivimos inmersos en procesos vitales marcados por comportamiento y costumbres cuando menos cuestionables. Conductas marcadas por los actuales ritmos digitales, que nos hablan (1) del culto a la inmediatez, propia del mundo digital, del ya antiguo clic y zas-lo-encontré, y de las consecuencias (frustración) de la imposible transferencia de lo inmediato al mundo real; (2) de la creciente impaciencia por conseguirlo todo y, a poder ser, ya… (3) de la infoxicación, entendida como el exceso de información, estar siempre on, recibir centenares de informaciones cada día, a las que no puedes dedicar tiempo, no poder profundizar en nada, y saltar de una cosa a la otra… (4) de la hiperconectividad, o estar conectado en todo momento, con cuantas más personas mejor y con todos los dispositivos que pueda manejar; y, (5) por la sensación de invencibilidad, o la sensación de llegar a todo, poder con todo, a golpe de tecla, simplemente.

Tenemos que pensar un poco más. Antes de hacer.






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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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