31 de agosto de 2012

El mal de amores (o no)


El mal de amores (o no)
José Antonio Luengo



Lo hemos sufrido todos, o casi todos, alguna vez. Igual sí, igual hay personas, hombres o mujeres, que antes fueron adolescentes, chicos o chicas, que cuenten todos sus amores como éxitos. Muescas incontables en la culata del revólver. Bueno, tal vez, es posible. Habría que ver cada situación, una a una, hasta llegar a conocer exactamente si esto pudo ser así. Pero lo normal, es decir, lo que suele pasar, es que todos hayamos, eso, pasado por momentos en los que el corazón parecía salirse de nuestro cuerpo, deseoso de alcanzar a aquélla o aquél que, en algún momento, movidos ella o él, por alguna de las mil y una razones que le llevaron a decirnos que no, mirar hacia otro lado, elegir de manera diferente a nuestros anhelos, rechazarnos, dejarnos de querer… o querer más a alguien distinto.

El mal de amores. Expresión conocida, expresión compartida, por muchos. Sabemos a qué nos referimos cuando la oímos, en ese momento en que alguien nos abre su corazón y nos cuenta… Nos cuenta su dolor, su insoportable desesperanza. Eso, desesperanza, no esperar ya nada, no importar ya nada, no mirar ya nada. Nada que no sea eso que nos ha vaciado el alma, que nos ha partido, en el sentido más literal del término. Partidos en dos, así nos encontramos. No hay consuelo. Los recuerdos nos oprimen, asaltan nuestra mente, la secuestran, vuelven del revés. La vacían de lo real, de lo que poseemos, de lo que somos y hemos sido. Para centrarse, casi exclusivamente, en nuestro profundo e insondable mal de amores.

Unas veces no te miraron; no supieron, incluso que existías. Te encogías en tu pupitre de la escuela deseoso de que te mirara alguien, alguien en concreto, por quien bebías los vientos[1]. Pensabas, estabas, sentías, vivías por ese alguien. Que no te miraba. Que no se acordaba, incluso, de tu nombre, de nuestro nombre. Estas situaciones no son exclusivas de los hitos adolescentes que jalonan nuestra vida, como bloques de piedra que van colocándose a nuestro paso como objeto elemental de recuerdo, del recuerdo, de ese que se convierte en nuestro inagotable compañero mientras vivimos. Ocurren también estas situaciones siendo adultos, en el trabajo, en el entorno, incluso, de grupos de amigos o conocidos. No te hacen ni caso; a veces, solo, te sonríen. Y tu corazón se desboca, se abre en canal, se desangra. Por unos momentos, por unos instantes. Nos ha identificado… ubicado en el espacio, y en el tiempo, y su boca ha dibujado una fugaz sonrisa de afabilidad. Pero es un espejismo, y no se vuelve a dar. O se da desde la indiferencia. No insana, no buscada, no intencionada. Ni alevosa ni premeditada. Simple y llanamente no interesas. Y, lo peor, no vas a interesar. Mal de amor. Amor no correspondido. Mil mundos, mil lunas serías capaz de poner en sus manos. Pero hay otra persona que, casi sin querer, sin esforzarse nada (así llegamos a pensar en nuestro delirio amoroso), todo lo consigue. Todo fluye a su alrededor, mi tierra, sin embargo, está baldía, seca. Casi no existes. Y te quieres morir. Amor no correspondido. Ese es el escenario. 

El tiempo, afortunadamente, pasa y, lo mejor, se pasa página y, muchas veces, acabas pensando: tenía que pasar y fue mejor así. Nunca sabes dónde vas a encontrar la relación que agarre te haga sentir bien, te permita crecer, sacar tu mejor versión, dar y estar, compartir, disfrutar, equivocarte y rectificar. Con alguien. Porque quieres. Porque te quieren. La adolescencia, la juventud nutren de experiencias, no siempre las que nos desearía vivir. Pero aclaran, allanan el camino, ilustran, muestran, empujan; te empujan. Pasada esa época de la vida, las cosas, en este estado, no tienen por qué desarrollarse de modo muy diferente. No nos hacen caso, luego dolor. La vía, el camino, siempre de salida, sin mirar demasiado atrás; revisar, revisarnos, atendernos, cuidarnos, avanzar, sin angustia. Sin desvelos invalidantes. Las cosas a veces no llegan, aunque las deseemos con toda el alma. Y es así porque, probablemente, tenga que ser así. No cuadra, no encaja, a otra historia. Sin rabia, sin remordimientos, sin autocomplacencia. Amor no correspondido. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe? 


Otras veces las cosas discurren por caminos diferentes. Las cosas sí cuajaron. El tiempo ha pasado. Lo habéis pasado juntos. Fuiste, fuimos mutuamente correspondidos. Tiempo atrás. Unos meses, un año, unos años. A veces, en ocasiones, muchos años. Miraste y te miraron. Te miraron y miraste. La química funcionó, se encontró, y surgió lo que esperábamos, o no, pero se manifestó. Y durante un tiempo miles de mariposas circularon a gran velocidad en tus entresijos. Y en los de ella o él, ese amor correspondido. Mariposas de mil colores, encendidas, fugaces, casi visibles, tangibles, que daban alas a tu corazón para alcanzar aquellas mil lunas que no pudiste ofrecer en otros tiempos; aquéllos mil mundos que te quedaste, preso del dolor y el vacío. Porque no pudiste ofrecerlos. O no percibieron, siquiera, que lo hicieras. Ayer sí, hoy sí. Durante un tiempo, unos meses, un año, unos años, muchos años, el amor fue. Fue y estuvo; se movió, hiperactivo, convulso, entregado al principio. Se movió, sosegado, seguro, tiempo después. Se movió, lento y rutinario más tarde. Y un día dejó de moverse. O, simplemente, se fue. Se escapó. No sabes por dónde, no ves el resquicio, el hueco; se defenestró, esto es, se fue por la ventana. Y un día dejan de quererte. Un eufemismo, lo sé. En un día no pasan estas cosas. Y tampoco es que, en puridad, dejen de quererte. Porque te siguen queriendo. Muchas veces. De otra manera. Simplemente, el amor, aquél que fue y se movió, aquél que giró movido por el aleteo de tus mariposas, de sus mariposas, como un motor incombustible, ya no es, ya no está. Y, lo peor, no se le espera. Mal de amores, otro tipo de mal de amores, pero mal, lo que se dice mal, muy mal. Se rompió el amor… te dicen. Y tú piensas, y gritas, se te partió a ti. Pero no siempre. Se nos rompió, se os rompió a los dos. Cada uno a su manera. Y con sus responsabilidades en la chepa. Y el mundo se nos va. O se nos viene encima, que da un poco igual. Lo has tenido en tus manos, has vivido con él, en él, ha sido tuyo (ese es uno de los peores errores[2]), ha sido, incluso, tú. Y ya no está. La pena, el dolor. Otra pena, otro dolor. Pero… inexpresable. Pero tú también estabas agrietado. Casi siempre. Rasgado, pero sin querer ver.

En ocasiones, esta segunda versión de nuestro mal de amores se torna, si cabe, más cruel. Nos encontramos, nos topamos con la tercera de las situaciones. Aparece un tercero en escena. Y, a saber, la cosa se torna especialmente delicada. La intensidad del desaguisado emocional no suele tener medida. La experiencia de ser sustituido por desplazamiento. Eres desplazado. Por otra persona. El ataque más fulminante a la autoestima. El espejo, ya, un despiadado enemigo. Cuando se cruza alguien en el camino, dicen, es porque el terreno, abonado por la rutina, por la cansina cotidianeidad, dicen también, alojó con facilidad la semilla de las nuevas ilusiones, y experiencias, y sensaciones. La protegió, cuidó y regó. Y la semilla creció. A velocidad de jet. Y se torna impenitente. Obstinada. Contumaz. Bueno, esto se dice. Yo ya no me creo casi nada. Todo puede ser. Es razonable, pero hay más cosas. Siempre suele haber más cosas.

En los supuestos señalados, tres paradigmas clásicos, la idea es una, y muy clara. No te quieren, o han dejado de quererte. Ahí están las cosas. Así son las cosas. Puedes gritar, revolcarte en tu dolor, saltar mil abismos o llorar mil mares. Cuando no hay salida (a veces sí la hay, conste). Lo dice el bolero. Este amor no hace destino. Se paró, se ha detenido. Y tú estás ahí, parado. Mirando tus heridas, ni siquiera las lames, las miras, con cara de tonto. Para todo hay un tiempo, claro. Y no es tan fácil, claro. Las fases, dice, hay que pasar las fases, sin saltarse ninguna. Dicen. Un año, dicen, dos, los menos optimistas. El impacto, la negación, la pena, la culpa, la rabia, la resignación y, por fin, la reconstrucción. 

Las fases, hay que pasarlas, creo. Pero cada uno es responsable de cómo hacerlo. Eres protagonista. Tienes capacidad para decidir cómo afrontarlas, vivirlas, respetarlas, hasta acariciarlas cuando ves que se acercan y te llegan, como el gato que se frota con tu pierna mientras eleva el lomo. Pero la realidad, lo quieras o no, está ahí. Dibujada. No puedes pasar página sin más, sí. Pero o te mueves o te consumes. Ojo, que te consumes. Que no es broma. La solución es moverse, hacer, ser, volver a ser, rehacerte, reconstruirte. Verte, desde fuera, en una suerte de óptica esquizofrénica, y verte subiendo, bajando, alzando, cogiendo, llorando, riendo, hablando, callando. Pero verte vivo. Y dibujar un norte, contigo como protagonista.

La experiencia nos dice que el mal de amores existe, eso parece. Pero, la salida, también, y mucho más cercana y visible de lo que nosotros mismos nos empeñamos en ver. Incluso, pasado un tiempo, llegamos a pensar: "sí, la suerte nos ha sonreído". Incluso llegamos a reconocer: "¡qué bueno que me pasó! Me costó un congo, ¡pero qué suerte tuve!"

 Al final, si no te quieren, mejor levantarse, dar un beso fuerte y desear suerte. La suya, pero, por encima de todo, la tuya. Que tendrás que construir desde el primer minuto. Nada más salir, y notar, otra vez, que el mundo se te viene encima. Porque la suerte, ya lo sabemos, se construye. Y nunca, nunca se sabe. Mal de amores, ¿o no? Simplemente amores. Unos crecen, otros no. A veces no llegan, o llegan tarde, o te enteras tarde. O no te enteras... Y pasan. A veces sobreviven a todo, en ocasiones, se desmigan. Es lo que tiene vivir, y amar, claro. Esto es vivir. ¿Alguien dijo que esto iba a ser fácil? Al final, ¿buena suerte?, ¿mala suerte?, ¿quien sabe?

Hay un cuento que ilustra bien esta última idea. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe? Una historia china habla de un anciano labrador que tenía un viejo caballo para cultivar sus campos. Un día, el caballo escapó a las montañas. Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaban para condolerse con él, y lamentar su desgracia, el labrador les replicó: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe?” Una semana después, el caballo volvió de las montañas trayendo consigo una manada de caballos. Entonces los vecinos felicitaron al labrador por su buena suerte. Este les respondió: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?”. Cuando el hijo del labrador intentó domar uno de aquellos caballos salvajes, cayó y se rompió una pierna. Todo el mundo consideró esto como una desgracia. No así el labrador, quien se limitó a decir: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe?”. Una semana más tarde, el ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones. Cuando vieron al hijo del labrador con la pierna rota le dejaron tranquilo. ¿Había sido buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?



NOTA FINAL: Pero hay un mal de amor del que se habla poco (hay muchos más, pero estos expuestos son reconocidos con facilidad a nuestro alrededor). Hay un mal de amor que es, precisamente, no tener amor, no saber qué es, no ser capaz de acertar con él, de rascar, siquiera,  su superficie. No creer en él. Todo un problema, a mi entender. Un profundo error. Personas condenadas a no vivir la mágica experiencia de enamorarse, de revolucionarse por amor, de caer preso del amor. No despreciemos este mal de amor. Tal vez, el peor. No ser capaz de amar. Este sí que hace temblar. Mucho.


[1] Pérez Galdós, en Fortunata y Jacinta: Bebía los vientos el desgraciado chico por hacerse querer, inventando cuantas sutilezas da de sí la manía o enfermedad de amor. Indagaba con febril examen las causas recónditas del agradar, y no pudiendo conseguir cosa de provecho en el terreno físico, escudriñaba el mundo moral para pedirle su remedio. Imaginó enamorar a su esposa por medios espirituales. Hallábase dispuesto, él que ya era bueno, a ser santo, y hacía estudio de lo que a su mujer le era grato en el orden del sentimiento para realizarlo como pudiera. Gustaba ella de dar limosna a cuantos pobres encontrase; pues él daría más, mucho más. Ella solía admirar los casos de abnegación; pues él se buscaría una coyuntura de ser heroico. A ella le agradaba el trabajo; pues él se mataría a trabajar. De este modo devastaba el infeliz su alma, arrancando todo lo bueno, noble y hermoso para ofrecérselo a la ingrata, como quien tala un jardín para ofrecer en un solo ramo todas las flores posibles”.

[2] http://www.blogluengo.blogspot.com.es/#!http://blogluengo.blogspot.com/2011/10/la-educacion-del-afecto-y-del-amor.html

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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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