Niños
pequeños
José Antonio Luengo
No sabemos muy bien cómo lo hacen. Pero inspiran tanta ternura que
uno, al verles, siente y percibe, de manera incombustible, el valor de la vida.
El corazón de la vida. El alma de la vida. Al verlos. Al presenciar sus
movimientos, sus miradas, qué hacen y cuándo; y por qué lo hacen. Crecen
absorbiendo, bebiendo, capturando lo que surge, lo que le proponemos, pero,
también, o sobre todo, aquello que específicamente sobresalta su mirada. Porque
sí. Sin influencias externas. Aquello que impresiona sus sentidos y estimula la
comprensión de las cosas, del mundo circundante.
Su cerebro explota, a cada instante, en un flujo permanente de idas y venidas, de estímulos que saltan a su
alrededor; que enredan y modifican su mente. En un mar de
ilusiones, expectativas, tesoros, magos y descubrimientos. Crecen descubriendo,
amando lo que tocan. Y las veces en que pueden tocarlo. Dejándolo caer,
empujándolo, saboreando su esencia. Miran y escuchan,.Se dan la vuelta y
observan. Miran de frente. Sin miedos. Sin parar. Todo sonido tiene un
significado. Como un movimiento, un suspiro, una mirada, un llanto, una
sonrisa; un timbre que suena, un perro que ladra. Una mariposa que aletea ante
sus ojitos.
Sus manos inexpertas no llegan. No llegan a capturar físicamente
lo que surge a su paso. Pero sí sus ojos. Y su mente. Mentes inquietas que todo
lo quieren tocar, ver, sentir, acariciar. Un mundo para ser tocado,
investigado, supervisado. ¿A qué sabe? ¿Cómo suena? ¿Se rompe? ¿Qué
es? ¿Para qué sirve?
Todo sirve para todo. De ello se encarga su capacidad para
representar, para jugar. Desde lo simbólico. Protagonizando la vida, sus
objetos, las personas, las acciones y los hechos. También los sentimientos y
las emociones. Y el movimiento. Claro, el movimiento. Aprenden a vivir,
viviendo. Experimentando, indagando el porqué de las cosas. Y buscan inquietos.
Inquietos viviendo, pensando, haciendo y sintiendo.
No paran. Pero ¿cómo podrían parar? Si el mundo es un territorio a
ser conquistado, cogido, pesado, besado, tirado, oído, sentido. Hasta
entendido. Un mundo que se encuentran y que llegan a cambiar. Cada vez que se
mueven y hacen. Casi con su mirada. A toda velocidad. Disfrutando. Ejerciendo
la vida. En su sentido más amplio y verdadero. Pisar, chapotear, saltar, agitar
y sentir. Siempre sentir. Sin sentir no se crece. No se madura. Si no se
siente, la mente no va, no marcha.
Poco a poco, su mundo cambia. Poco a poco todo cambia. Y ellos
cambian. No siempre para bien. Menos tiempo para ser libre. Todo es más lento,
más previsible. ¿Más aburrido? A su alrededor crece, imparablemente, la
conciencia. Cierta conciencia. De las cosas, de lo que se puede y debe hacer.
Cabe pensar que es lógico. Pero perder la ilusión es trágico. Abandonar la
creatividad, la imaginación. A golpe de receta, de canon, de esquema
preconcebido (por otros, por el mundo adulto, claro). Perder la imaginación es
el fin. La capacidad para emocionarse y ascender. Al mundo de los sueños. De la
espontaneidad y mirada clara. Donde la emoción mueve nuestro corazón. Donde
todo puede volver a sorprendernos. Para siempre.
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