17 de noviembre de 2013

Un paisaje, un momento, una historia

Un paisaje, un momento, una historia
José Antonio Luengo

A veces uno se enfrenta a un momento. Un momento especial. Ese en el que un paisaje, unido al momento, a determinado momento, se convierte en algo especial, mágico. Mágico como maravilloso. Casi único. Todo parece confabularse para hacer de ese fragmento de tiempo, el que sea, largo o casi imperceptible, una experiencia inabarcable, inexpresable, imposible de traducir en palabras, o gestos. O ambos.

A veces uno vive algo que no tiene comparación alguna. Tal vez la soledad, o, al contrario, la compañía. Tal vez la tranquilidad, y el sosiego. Tal vez el silencio, o alguna música de esas que penetran hasta el tuétano. A veces sentados, o apoyados, en pié. Apoyados a un banco, sentados en él, o cogidos de una mano, casi soldadas ambas. A veces el sol ilumina tu rostro. O, por el contrario, te dice adiós entre montañas. O allá a los lejos, introduciendo su calor e incandescencia en el viejo mar. Allá a lo lejos. Diciéndonos adiós con la mirada, con su mirada. La que no se olvida. Esa que esperamos, incluso, cada atardecer, siempre diferente, incluso divergente. Porque cada día, cada tarde, nosotros somos, también, diferentes. Y divergentes. Discrepantes. Del mundo, de lo que nos rodea, de la maldad, de la arrogancia, de la injuria, de la mentira recurrente. 

El sol, en esos momentos, nos lanza su adiós de esperanza. Todo puede ser mejor. Como ahora, en este preciso momento. El espíritu está volando, nuestro espíritu, nuestra alma. Vuela en otro espacio. Casi en otro tiempo. Compartiendo el momento o solos, nuestro corazón se inunda de paz, de silencio. Pero al mismo tiempo de mil mensajes, mil palabras, mil miradas, mil sonidos. Que hablan que es posible. No sabemos muy bien qué. Tal vez repetir (nunca repetimos), quizá un sueño, o una idea. O un amor. O un desamor. Es posible que, simplemente, un instante de paz, de huída a un espacio inexistente, pero real. En nuestra mente. En nuestro corazón.

Miramos al frente. Siempre, en esos momentos, miramos al frente. Porque allí, enfrente, se encuentra eso que no sabemos siquiera describir, pero que inunda nuestras venas, nuestros tejidos. Cada poro de nuestra piel. Cada célula, cada órgano. En una esmerada, y siempre esperada, sensación. De libertad. De unión incombustible con el mundo, con cada imagen, cada hoja, cada árbol, cada nube, cada flor, cada gota de lluvia, o rayo de sol.

Primeros días de septiembre. Estoy sentado con una copa de vino en la mano. Sentado en un viejo banco de piedra. Ante mí el día se agota, dice sus últimas palabras, expresa sus últimas ideas. Las que inundan el mundo sin que éste acabe de enterarse nunca. En lo alto. A lo lejos el horizonte, y hasta llegar a él, incontables y perfectas colinas. Y en ellas, serpenteantes caminos en zigzag. Algunos, los más visibles, vigilados por centinelas de madera, cipreses gigantescos, negros y elevados. Vigilantes de la tierra, de las cosechas, de las gentes, del trigo, girasoles y vides. Centinelas de la vida. Responsables de llamarla, cada mañana, cada día. Y de acostarla suavemente por las noches, con el trago de un vino recio de la tierra. De esta tierra que ama la vida, que es la vida; que se nutre y explota con cada respiración, cada mirada, cada saludo al sol.


Todo a lo lejos es seda, suavidad concentrada. Imágenes concentradas, amor concentrado, vigilia y sueño en paz. Todo a lo lejos se torna mágico. Luces titilantes, susurros centelleantes. Soplos de vida, de escucha, de silencios y luces tibias. De coraje comprometido. Con la lentitud y el sosiego. Con la vid y el vino. El maíz y el girasol. De olivos y rosales silvestres. Los ocres, verdes y rosados inundan el cielo. Inundan el aire., tiñéndolo de suaves rojos y pardos rojizos. El sol se está yendo, se nos está yendo. Pero volverá. Mañana volverá. De momento, hoy, ahora, nos deja la paz, la alegría de sentirnos vivos y poder decirle adiós. Con el alma encogida. Con el corazón temblando.



Bebo un sorbo de vino y me levanto. Apoyo mis brazos en el muro que protege el cortado en el que me encuentro. Siento que los ojos se humedecen. De alegría. Por estar ahí. Por decirle hoy adiós. Y saludar a la noche. Que ya es mi noche. Para toda mi vida. Una bandada de miles de pájaros surca el cielo. Se mueven como un todo y dibujan mil figuras. Agradecidos, sin duda, a su amigo el sol. Que tanto les da. Y les protege. Quedo rendido a sus pies. Y mi corazón llora. De alegría.

La vida se nos va en un suspiro. Acaricio este momento. Mi momento. Hay que brindar por estar vivo. Y por esta tierra de magos. De magia y amor por la vida. 

En Pienza, Toscana. Septiembre de 2013

2 comentarios:

  1. Excelente, conmovedor, emotivo, soberbio, turbador, inquietante, enternecedor, profundo, magnífico. Así defino tu texto hoy, querido José Antonio. Gracias.

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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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