José
Antonio Luengo
Me encanta correr. No recuerdo cuándo se produjo ese
momento en el que la actividad se hace casi imprescindible. Adictiva. Siendo
niño, adolescente o joven, hacer
deporte, el que fuera, formaba parte de esas cosas que controlan un poco tu
vida y la configuran poco a poco. Era, por otro lado, bastante normal en la
época o épocas de las que hablo. Estar en la calle, y, en ella, los juegos y deportes
colectivos, más o menos organizados, eran formas de diversión, claro,
fundamentales; pero, también, delicados y sutiles caminos que, poco a poco, te
hacían conocer algún que otro deporte, ordinariamente de grupo, pero no solo,
que muchos de nuestras generaciones, más chicos que chicas desgraciadamente,
acabamos practicando con bastante asiduidad. Podía ser el fútbol, por supuesto,
el baloncesto; pero también el tenis o el atletismo. La calle nos transportaba.
A otro universo. Te hacía huir un
poco. Porque divertirse, reír, jugar es huir un poco.
Moverse, de un lado a otro, no parar. Con los bocadillos
en una bolsa. O sin bocadillos. Al campo de fútbol. Echando a pies para hacer
los equipos. Rompiendo zapatillas, pantalones… Todo un estilo. Eran otros
tiempos. En los que, también, subirse a los árboles, escaparse con las bicis,
desear que no llegara nunca el momento en que un hermano tuyo, o tu madre,
normalmente ella, te llamara para ir a cenar… Y a dormir. Qué aburrido, por
favor.
El caso es que no recuerdo, decía, cuando empecé a correr
como actividad especial. La verdad es que da un poco igual. Pero ocurrió. Me da
el aire. Coges las zapatillas, te pones en pantalones cortos, una camiseta y a
la calle. A veces buscas la compañía de tu MP3 o aparato parecido. A veces, no.
Depende de lo que necesites. De lo que te pida el cuerpo. En ocasiones
necesitas dejar la mente en blanco. Y la música no siempre acompaña.
Correr te distrae, te atrae. Te atrapa. Captura tu mente. Riza tus silencios. Conecta tus vidas. Las que tienes y deseaste. Las que eres y dejas de ser. Las que no crees ser pero eres. Te lleva a mil sitios. Los que tú quieres. Y los que no. Los que vienen, simplemente. Los que se han ido, los que quieres que vuelvan, los malos, los buenos, los gordos, los flacos, los amargos, los ágiles, los torpes, los lúcidos, los pequeños, los grandes. Los que te abren. Y los que te cierran. Los que suben y bajan; también los que suben… Y no bajan. Y los que se van, para siempre.
Correr te distrae, te atrae. Te atrapa. Captura tu mente. Riza tus silencios. Conecta tus vidas. Las que tienes y deseaste. Las que eres y dejas de ser. Las que no crees ser pero eres. Te lleva a mil sitios. Los que tú quieres. Y los que no. Los que vienen, simplemente. Los que se han ido, los que quieres que vuelvan, los malos, los buenos, los gordos, los flacos, los amargos, los ágiles, los torpes, los lúcidos, los pequeños, los grandes. Los que te abren. Y los que te cierran. Los que suben y bajan; también los que suben… Y no bajan. Y los que se van, para siempre.
Correr te transporta. Tu pensamiento ya no es tu
pensamiento, tu alma no es tu alma. Los ves, los miras. Estás fuera. Te alejas,
te acercas. Te resultan familiares. Piensas, intentas pensar. ¿Son míos?, te
preguntas. ¿Quién es ese? ¿Soy yo? No,
te respondes, Y sigues corriendo. Y pensando. Y tu mente piensa que no
eres tú quien piensas, que no eres tú ese que corres. Que no eres tú ese que oye
su corazón mientras sus pies golpean acompasadamente el suelo. Porque oyes un
corazón, notas su intensidad, creciente, acompasada, pero creciente. Pero no es
el tuyo. A veces sí. Y paras de pensar y ves que eres tú el que corre, el que
se mueve, el que se está moviendo. Porque dejas de pensar. Y el cuerpo, tu
cuerpo te dice, soy yo, ¿no me reconoces?
¿Dónde has estado? ¿Es que no sabes que estás corriendo? Deja ya de pensar y
escucha tu corazón, es decir, el mío. ¡Escúchale y siente qué haces, por dónde
vas, cuánto te falta! Y los
pensamientos terminan por volver, en un ir y venir; porque es un ir y venir. Tu
cuerpo, tu mente, tu reloj interior y tu alma. Conectados, pero mientras
piensas. Casi que es otro el que corre.
Dicen que quien corre no hace sino huir. Huir. De algo,
de alguien, de sí mismo a veces. Me parece que tiene razón quienes así se
expresan. Correr te permite huir, a veces. Buscas huir y corres. Porque romper
con la rutina del día, calzarse las zapatillas y salir, llueva o truene, tiene
algo de huir. ¿O no? Podemos decir que no. Miramos hacia otro lado y ya está. No huyo, simplemente corro. Pues vale,
muy bien. Si así te sientes a gusto. No huyes. Yo creo que sí. Creo que huyo
cada vez que corro. Incluso cuando sueño que corro. Todavía más si sueño que
estoy corriendo.
Huyo de mí, de lo que soy, de lo que seré mañana, de lo
que fui ayer y antes de ayer. Huyo de mi yo bueno, prudente; y también de mi yo
burlón, arrogante, estúpido. Que también está en mí, mal que me pese. Huyo
porque me permite ir a otro sitio, habitar otro cuerpo, otra mente, incluso
otra alma. Me voy, me escapo, huyo. Digo adiós. Y me escapo. Y, como por arte
de magia, estoy otra vez sin ser yo del todo. El corazón, el mío, bombea y
bombea. Salta, rítmicamente. Se viene arriba. Y te lleva a tu otro yo. A tus
otros yo. Esos que existen mientras
corres, mientas te deslizas, ligero, entre respiraciones acompasadas, con los
ojos mirando al frente, y envuelto en idas y venidas, imágenes, ideas, locuras,
razones y sinrazones. Piensas en ti mientras otro te transporta. Huyes,
mientras otro te lleva. Usas tu cuerpo como una suerte de vagón que te permite
ver paisajes irreales, expansivos, sueltos, resueltos. Paisajes que te
acompañan. Los ves y forman parte de ti, de ese que vuela con las piernas y el corazón de otro.
Huir, corriendo, está bien. ¿Por qué va a estar mal? Huir no es de
cobardes. Porque, cuando corres, huyes para volver más fuerte. Y vuelves más
fuerte.Te escapas. Ese otro que ha corrido contigo, esos otros que te han acompañado, te
han hecho más fuerte. Y no es de cobardes porque, sobre todo, cuando corres
sabes que vuelves, que vas a volver. Huyes sin hacer daño. Sin herir. Huyes
solo. Sin que nadie sepa que lo estás haciendo. Huyes de ti, para acercarte al yo
que quieres ser. Ese que te haga huir menos. Buscar menos en otros, en esos
otros que piensan mientras tú corres, mientras les prestas el corazón, y tus
músculos. Y también tu propia mente. Y, especialmente, tu alma. Esta, el alma,
es el argumento por el que huyes, con
el que huyes, y con el que te construyes, un poco más cada día.
El peligro no está en huir, como dice la canción, sino en no saber a dónde ir. Corro, luego huyo, un poco. O mucho, a veces
El peligro no está en huir, como dice la canción, sino en no saber a dónde ir. Corro, luego huyo, un poco. O mucho, a veces
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