José Antonio Luengo
Las cifras de la depresión en el mundo suponen
un hecho incontestable. Y dramático. Y España no es ajena a esta realidad.
Hablamos de un trastorno mental
frecuente, que se caracteriza por la presencia de tristeza, pérdida de interés
o placer, sentimientos de culpa o falta de autoestima, trastornos del sueño o
del apetito, sensación de cansancio y falta de concentración. Según datos publicados por la OMS, la
depresión afecta en el mundo a aproximadamente 300 millones de personas, un 4,4
% de la población mundial. El estudio, presentado en febrero de 2017, sitúa a
España con un 5,2%, en torno a 2.400.000 personas afectadas por esta
enfermedad.
Hace casi diez años, la Asociación Española de Psiquiatría del
Niño y del Adolescente alertaba de que casi uno de cada diez adolescentes españoles sufre
depresión, un mal que también afectaría a un 2% de los menores entre 6 y 12
años. Datos más recientes no se mueven mucho de lo señalado por los especialistas
en 2012. Según los últimos informes y estudios
de prevalencia e incidencia, el Trastorno Depresivo Mayor (TDM)
tiene una prevalencia del 2% en preadolescentes, sin diferencia de género, y de
entre el 4 y el 8% entre adolescentes, siendo más prevalente en mujeres (1:2). El
riesgo de depresión se multiplicaría por 2/4 después de la pubertad, sobre todo
en mujeres y la incidencia acumulada al llegar a los 18 años podría alcanzar el
20%. Así las cosas, señalados suficientemente los datos y la sintomatología, han de resaltarse
asimismo las profundas relaciones
entre depresión y suicidio.
Depresión y suicidio
Por un lado, no ha de perderse de vista que el suicidio se relaciona con una gran variedad de
trastornos mentales graves y, en el caso de la depresión, el riesgo es 21 veces
superior a la población general. La tasa de prevalencia del suicidio en
España está en el entorno del 6,5-7 por 100.000 habitantes. Esto significa
cerca de 10 muertes por suicidio cada día, la primera causa de muerte no
natural. A ello hay que añadir que el suicidio es la tercera causa de
muerte en el grupo de edad de entre los 15 a los 29 años, superado sólo por las causas externas de mortalidad y los tumores, de
acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística. En los últimos datos
disponibles se pone de manifiesto que 309 niños y jóvenes menores de 30 años se
quitaron la vida, lo que supone un 7.77% del total de víctimas del
suicidio.
La necesidad de actuar ya: los programas de
prevención
En
cualquier caso, la gravedad de la situación no debería admitir tibiezas ni
dudas. Representando un hecho especialmente preocupante las características de
la atención en salud mental a la infancia y la adolescencia en nuestro país (no
solo cómo y cuánto se trata sino del porcentaje de casos de riesgo que pasan
por recibir atención), parece existir suficiente acuerdo entre los
especialistas en que la solución no pasa por el tratamiento en salud mental,
como fórmula maestra para resolverlo todo, incluido el riesgo del
comportamiento suicida entre adolescentes que, en nuestro país, se sitúa entre
1 y 2 por cada 100.000 habitantes. La solución ha de pasar, inexcusablemente,
por tomarse en serio el diseño e implementación de programas de prevención de
la depresión, especialmente en centros educativos, y, con ello, también en
buena medida, de los comportamientos suicidas.
La solución no pasa, es evidente, por seguir mirando hacia otro lado y resolver cualquier diatriba con la conocida argumentación del complejo paso por la adolescencia. No es infrecuente que muchas dudas se resuelvan de este modo en entornos no especializados. Este argumento puede entenderse (la adolescencia no es un momento sencillo del desarrollo), pero no es suficiente (solo rasca, a veces imprudentemente, la realidad). No es suficiente, ni mucho menos, para atender (más bien limita significativamente la atención porque banaliza el problema) con la adecuada contundencia que nos muestra la tozuda realidad: niños y adolescentes sin la adecuada atención preventiva de trastornos del estado del ánimo, de ansiedad y de naturaleza emocional en nuestros centros educativos.
Los centros educativos, hoy, son entornos demasiado susceptibles y permeables a un flujo de influencias en la vida de nuestros niños y adolescentes (muchas de ellas notoriamente nocivas), que no derivan de la relación ordinaria entre personas (de diferente edad y entre pares) y del aprendizaje que lleva miles de años operando como herramienta esencial en la configuración de modos y maneras de interpretar la vida, de responder a sus demandas, y de actuar también en ella, de modo proactivo. El acceso a través de las TIC de niños y adolescentes a una amplia red de influencias nocivas y poderosamente penetrantes, sin control o gestión por parte de los adultos, supone hoy en día, a diferencia de lo que hemos conocido hasta hace muy poco, un espacio de riesgo nada despreciable que puede afectar de modo muy preocupante a sectores vulnerables de la población entre 8 y 15 años y condicionar de manera sensible su salud. De especial interés resulta la investigación Concurrent and Subsequent Associations Between Daily Digital Technology Use and High-Risk Adolescents Mental Health Synptoms (2017).
La solución no pasa, es evidente, por seguir mirando hacia otro lado y resolver cualquier diatriba con la conocida argumentación del complejo paso por la adolescencia. No es infrecuente que muchas dudas se resuelvan de este modo en entornos no especializados. Este argumento puede entenderse (la adolescencia no es un momento sencillo del desarrollo), pero no es suficiente (solo rasca, a veces imprudentemente, la realidad). No es suficiente, ni mucho menos, para atender (más bien limita significativamente la atención porque banaliza el problema) con la adecuada contundencia que nos muestra la tozuda realidad: niños y adolescentes sin la adecuada atención preventiva de trastornos del estado del ánimo, de ansiedad y de naturaleza emocional en nuestros centros educativos.
Los centros educativos, hoy, son entornos demasiado susceptibles y permeables a un flujo de influencias en la vida de nuestros niños y adolescentes (muchas de ellas notoriamente nocivas), que no derivan de la relación ordinaria entre personas (de diferente edad y entre pares) y del aprendizaje que lleva miles de años operando como herramienta esencial en la configuración de modos y maneras de interpretar la vida, de responder a sus demandas, y de actuar también en ella, de modo proactivo. El acceso a través de las TIC de niños y adolescentes a una amplia red de influencias nocivas y poderosamente penetrantes, sin control o gestión por parte de los adultos, supone hoy en día, a diferencia de lo que hemos conocido hasta hace muy poco, un espacio de riesgo nada despreciable que puede afectar de modo muy preocupante a sectores vulnerables de la población entre 8 y 15 años y condicionar de manera sensible su salud. De especial interés resulta la investigación Concurrent and Subsequent Associations Between Daily Digital Technology Use and High-Risk Adolescents Mental Health Synptoms (2017).
Contamos
con evidencia científica sobre proyectos y programas que funcionan. De especial
interés es, sin duda, la revisión de Programas para la prevención de ladepresión en niños y adolescentes elaborada por
Sánchez-Hernández, Méndez y Garber (2014). En el citado trabajo se resalta la necesidad de invertir en programas de
intervención para la prevención de la depresión en adolescentes y jóvenes en
general y aumentar las investigaciones en el ámbito español, en particular,
dados los efectos positivos a nivel personal y social mostrados por la
investigación científica.
Porque
no podemos perder la oportunidad de habilitar vías y procesos para que los
sistemas educativos encuentren la fórmula para desarrollarlos en los centros
educativos, con la participación de los profesionales, adecuadamente formados,
que se estimen necesarios. En este sentido, sin perjuicio de la intervención de
otros profesionales, la figura del psicólogo educativo, inexistente en la
actualidad, debe alcanzar un valor singular.
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