Caminamos, a un ritmo difícil de describir, pero, a mi
modesto entender, dinámico, hacia un escenario de patrones de comportamiento
relacional absolutamente inauditos hasta relativamente hace poco. Es
precisamente el contexto de relaciones interpersonales de naturaleza
sentimental y/o amoroso en la red uno de los que con más variedad viene
ilustrándonos sobre las amplias y diversas posibilidades de dotar de
opciones de contacto, relación y vida a quienes en el denominado mundo
analógico, el que encontramos entre las cuatro paredes físicas más o menos
amplias y abiertas en que se desarrolla nuestra vida (entorno laboral, nuestra
casa, la barra de algunos bares, alguna que otra competición deportiva que
practiquemos o a la que acudamos como espectadores) apenas parecen
encontrarlas. O se muestran especialmente negados para la empresa: "no soy
capaz, estoy solo y nada me indica que esto vaya o pueda cambiar..." Los
portales y aplicaciones para encontrar gente, contactar y ligar tienen un
despliegue tan amplio que uno puede llegar a perderse en ese mundo singular de
carreteras y espacios de encuentro. Algoritmos que cuadran soluciones,
vislumbran caminos, y desbrozan, incluso, caminos aparentemente
intransitables...
Pero es que nos dirigimos hacia un mundo, bueno, ya nos encontramos en él,
en el que convivimos con cierta facilidad con una paradoja inquietante: la presencia
omnipotente de la hiperconectividad, esto es, la posibilidad de estar en todo
momento conectado con casi quien deseemos y forme parte de nuestro entorno (o
no), con una evidente falla o grieta en el
aprendizaje y desarrollo de procesos sustanciales que desde la noche de los
tiempos han engrandecido las relaciones interpersonales (y han sido sustrato
esencial de nuestra evolución como especie) y que tienen que ver con el
aprendizaje, manejo y gestión de herramientas sociales como mirada, la voz, el
tacto y el contacto, el abrazo, la mirada clara y transparente, el cara a cara…
Y también con la escucha tranquila, pasear junto a alguien, observar dónde
estamos, por dónde transitamos, comentar. Y permanecer en silencio. También
eso.
En el terreno de las relaciones sentimentales-amorosas, el hallazgo del
noviazgo o relación (se supone que estable) virtual supone un paso más en una
secuencia que, a mi modesto entender, multiplica los riesgos de incorporarnos a
un escenario oscuro, marcado por lo irreal, lo intangible, inmaterial e
incorpóreo.
Pero, según escribo esta última reflexión, no puedo dejar de preguntarme,
¿qué es real y qué irreal? ¿Puedo apelar sin más a este concepto de lo
impalpable y asociarlo también sin más a lo irreal? ¿Quién soy yo para
identificar lo virtual con la ausencia de realidad? ¿Es que lo imaginario o
fantástico es intrínsecamente falso o engañoso? Tengo mis dudas. ¿Quiénes son
los usuarios o potenciales usuarios de este tipo de realidades virtuales? E insisto, ¿quién soy yo para tasar de irreal
y falaz la experiencia?
Las relaciones interpersonales afectivas y sentimentales llevan ya tiempo
transitando el terreno de lo virtual, en escenarios interactivos basados en lo
que escribimos, en textos, en imágenes, más o menos explícitas. Y, en
ocasiones, sustanciadas de manera más intensa con herramientas y aplicaciones
uqe permiten vernos en tiempo real, vernos mutuamente el rostro. Y nuestras
reacciones y gestos. Y oír también más o menos distorsionado, hasta el tono de
la voz de quien está al otro lado de… ¿la pantalla? ¿Pero solo de la pantalla?
¿Qué
es real o irreal cuando imaginamos? ¿O cuando soñamos? ¿Es que dejamos de vivir
durante esas experiencias, también vitales? ¿No forma parte de este mundo en el
que habitamos la experimentación cada vez más frecuente de lo que no tiene
presencia física ante nuestros ojos, pero impresiona también nuestros sentidos?
¿No llega a emocionarnos también? ¿No nos permite tener la impresión de que
todo ha sido real? ¿No ha pasado el tiempo y nosotros en él y con él?
Hay personas (tal vez este
mundo del que hablamos esté contribuyendo de forma inapelable en ello) con
escasas habilidades personales y sociales. Con serias y complejas dificultades
para establecer relaciones. Sobre todo, de carácter sentimental. Y viven,
probablemente, un panorama desolador, triste, árido. Y muchos, probablemente,
han intentado resolver ese desajuste, por expresarlo de alguna manera,
desplazando sus esfuerzos a la búsqueda, más o menos esperanzada, de las webs
de citas. Personas cada vez más solitarias, con crecientes dificultades para
conectar desde el punto de vista sentimental, escondidas tras la pantalla de su
portátil, anhelando una luz al final de ese erial en que se ha convertido su
vida. Un panorama yermo, baldío… Y, claro, una opción como esta, ligada a la
posibilidad de tener contactos con alguien que
realmente no existe pero que termina existiendo, es decir, estando, pues no
deja de ser una alternativa “entendible”. Y tengo que insistir en una idea
antes expresada. ¿Es o no una experiencia real para esa persona recibir
mensajes, llamadas y hasta poder tener conversaciones con su chico o chica
virtual? Antes diríamos novio o novia… ¿Resulta satisfactoria esta realidad para
quien la vive? ¿No la está viviendo en realidad?¿No tendríamos que preguntarles
a los usuarios de estas aplicaciones sobre en qué medida les hacen sentirse
mejor, más integrados, mejores personas incluso…)
Con
absoluta sinceridad, diré que la idea, desde el punto de vista conceptual y de
impacto en nuestra maltrecha humanidad, me da una grima tremenda. Me inquieta y
produce pena. Y desasosiego. Y me trae a la memoria la película Her (2013): en un futuro
cercano, Theodore, un hombre solitario a punto de divorciarse que trabaja en
una empresa como escritor de cartas para terceras personas, compra un día un
nuevo sistema operativo basado en el modelo de Inteligencia Artificial, diseñado
para satisfacer todas las necesidades del usuario. Para su sorpresa, se crea
una relación romántica entre él y Samantha, la voz femenina de ese sistema
operativo. ¿Hacia dónde vamos? Y ya de paso, ¿dónde estamos?
Pero
las cosas son como son, y no obstante, lo dicho, si tuviera que contestar con
un sí o un no a la cuestión de si recomendaría a un amigo o amiga
mía emprender una travesía de esta naturaleza, con sinceridad, casi con toda
seguridad acabaría contestando, ¿por qué no? Porque he de reiterar esta idea.
No solo he de preguntarme quién soy yo para juzgar a quien crea, diseña e
incorpora al mercado este tipo de productos, Sino, sobre todo, quién soy yo
para dar lecciones de deber ser, y hacer, a quien entiende que necesita
de programas y aplicaciones de esta naturaleza para sentirse mejor en su vida.
Y sentir una plenitud, sí, plenitud, que nunca ha llegado a encontrar y palpar
en su cotidiano hacer y vivir. Porque, hay que insistir, ¿qué es real y qué no?
¿Quién valora? ¿Quién decide?
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