18 de abril de 2013

LA NOCHE, EL SUEÑO Y LOS SUEÑOS


LA NOCHE,  EL SUEÑO Y LOS SUEÑOS
José Antonio Luengo


"Un sueño es una puertecilla escondida en los más íntimos y secretos espacios del alma, abriéndose a esa noche cósmica que fue la psique mucho antes de que hubiera conciencia del ego, y que seguirá siendo la psique por mucho que se extienda nuestra conciencia del ego."

Carl Gustav Jung: La civilización y el hombre moderno, Siglo XXI, México, 1980.



 La noche es un momento del día, una franja temporal que da por finalizado el día y , en general, nos predispone al descanso. A parar, a dejar de hacer y, en ocasiones, pensar. Suele inducirnos a ir a la cama y dormir. Bueno, dormir, lo que se dice dormir, no siempre[1]. Pero la noche también es, especialmente, un lugar, un espacio en el que uno se refugia. Y, en ocasiones, se acurruca. Coincide habitualmente con volver a casa. Y descansar. Movidos por rutinas atávicas, nos disponemos poco a poco a para máquinas. Y que deje de echar humo nuestro organismo. Y nuestra mente, de manera singular.

La noche suele asociarse a dosis razonables de tranquilidad, de quietud y sosiego. Es el lugar que ocupamos cuando ya no hay nada más que hacer. Hemos cenado, bañado y dado de cenar a los niños, en su caso, visto un poco la televisión. Y podemos detenernos. Como quien apaga el motor del coche y escucha los soniditos que salen del motor y la carrocería. Pareciera que el coche advierte que le dejas ya en paz. Que va a poder parar un poco. Enfriar sus circuitos.

Sin los estímulos agitados propios de la vigilia, sumidos en toda la tranquilidad que podemos atesorar y cumplidas ya las actividades propias del final del día, incluido el cepillado de dientes, a veces repasamos el día por la noche. Y no es infrecuente, en ese espacio, percibir con cierto desasosiego lo rápido que se ha pasado, la repetición casi obsesiva de conductas, de gestos, de acciones, sonidos, lugares, palabras, movimientos. La noche nos acoge, y desliza su cara escrutadora… Lo intenta siempre. La noche lo intenta siempre. Quién soy, de dónde vengo, qué hago aquí, a dónde voy… Esas cosas.

Siempre dominante, la noche da rienda suelta, en ocasiones,  al desvelo; y no funciona demasiado bien. Es el estado intermedio. Ni dormido ni despierto. La noche presencia poderosa e inacabable el sufrido duerme-vela, las vueltas interminables en la cama, hacia un lado y otro, en un devenir de hiperactividad semi-insomne que aturde y embota nuestra capacidad para estar, razonablemente, a solas con nosotros mismos. Preocupaciones, proyectos, errores, idas y vueltas se agolpan deseosos de encontrar su espacio. Se reclinan en el diván y esperan su número. Quieren hablarnos, contarnos sus cuitas. Esperan al terapeuta que hay en nosotros. Esperan poder aclarar dudas, poner en su sitio las cosas, allanar caminos, culminar cimas. Pero el terapeuta, nosotros, no suele estar para muchos trotes en esas circunstancias. La sala de espera está a reventar y no somos capaces de dar ordenada salida a cada petición, a cada susurro de ayuda, a veces grito. El terapeuta, nuestra mente, bastante tiene con no poder dormir. E intentarlo. Como para que se le vengan encima todas las inquietudes que no encuentran adecuada síntesis, explicación y acomodo durante el día, en el día a día de nuestras cosas, trabajos, relaciones, paseos, atascos, soledades, ruidos, estridencias y silencios. Es una historia dividida, casi esquizoide. Somos nosotros los encargados de poner orden en nuestra cabeza. Y no podemos, no sabemos. La marabunta nos invade, deseosa de encontrar su sitio, de ubicarse, darse sentido. Que es dar sentido a nuestras propias cosas. Pero su número, insistencia y tozudez coinciden con nuestra torpeza y aturdimiento. La experiencia partida, escindida, nos tumba. Cansados y abrasados por ideas que devastan nuestro pequeño orden, deseamos que la noche pase, o que consiga parar. Que la noche pase, mejor.

Porque el orden, y, con él, el criterio, llega mejor si llega el descanso, la posibilidad de dormir, de acomodarse plácidamente en la almohada y abandonarse. Como quien abandona un sitio, un espacio, una cosa, una idea. Abandonarse es un poco irse, a otro sitio, a otra dimensión. Ahí donde los sueños, en el sueño, aparecen. Sin querer, claro. Aparecen porque sí. Porque toca. Toca soñar. Y expandirse en un universo sin límites, casi intangible, sin señales que den valor a lo que sucede, que expliquen su dinámica, su oportunidad, su propósito. Los sueños, durante el sueño, traducen a su antojo lo que aflora y aflora en la vigilia. A la luz del día. Sin saber, sin pensar, sin razonar, los sueños se apropian del sueño y capturan su esencia. Domina ya el inconsciente, el intrincado espacio donde se aloja lo que no vemos al ver, lo que no queremos ver, al ver también, lo que no podemos ver y está físicamente ante nuestros ojos. Lo que destila la emoción, la pasión, el fuego que el yo consciente controla, y esconde, arrincona. O mete bajo la alfombra. En un movimiento rápido, casi displicente. Fluyen así imágenes, muchas sin sentido, relatos en blanco y negro, lugares, novelas por entregas, inacabadas, abismos indescifrables; historias del otro yo, del durmiente, que refresca su existencia en un barroco, a veces delirante escenario. Surgen deseos, cumplidos e incumplidos. Y miedos. Y estamos ahí, nosotros. Zarandeados, cayendo desde mil alturas, saltando cientos de muros. Surge nuestro yo desconocido, el escondido, el que piensa en silencio, el que urde en la oscuridad. El que está, sin saber, muy dentro.

Es una historia dividida, también, en la que somos actor y espectador al mismo tiempo. Alumno y profesor. Cazador y cazado. Amante y amado. Víctima y verdugo. Niño y adulto. Una historia oculta, que traza caminos insondables, desfiladeros interminables, vidas en la niebla, humo en el humo. Sobresalta en ocasiones nuestro descanso, aunque, en el fondo, nunca mejor dicho, quiere preservarlo. El cerebro necesita seguir, seguir, seguir. Y el hipocampo trabaja para él. Seguir pensando, elaborando, opinando, arbitrando, decidiendo. Y pretende hacerlo en silencio, en el silencio de la noche, cuando nuestro consciente descansa, acurrucado, descarnado de las lides de la vigilia, de las justas y luchas de cada mañana, y cada tarde. Y, en ocasiones, sobresaltados por los sueños, en el sueño, nos incorporamos bruscamente, abiertos los ojos, palpando a nuestro alrededor, aturdidos por un estar sin estar. ¿Dónde estamos? ¿Con quién estamos? Encendemos la luz de la mesilla de noche. Así se llama. Porque es la luz en la noche. La que añade contornos y, con ellos, distancias. Entre lo que pasa y parecía pasar. Entre lo soñado y el lugar que ocupo, aquí y ahora. A veces sudando, y con el corazón a mil. Es soñar sin querer soñar, y vivir, de algún modo, sin querer vivir. Eso que se vive durante los sueños. Surge, sin más, empujado por el inconsciente.

A veces, los sueños nos despiertan, ya está dicho. En otras ocasiones, las más, los sueños mantienen y preservan, precisamente, nuestro sueño, nuestro descanso, y van deslizando cosas, entre líneas, nuevas perspectivas, como quien no quiere la cosa, como quien dice sin decir. Una idea, una imagen, una palabra, un lugar, una alegría, un dolor, una conversación. O, simplemente, una mirada. Un rostro. Parece que volamos, en ese espacio intangible. Los sonidos, las cosas, las personas están. Y estamos, viendo,  pero siempre protagonistas. Más o menos deshilachados, nos dicen. Siempre nos dicen. Incluso cuando no recordamos haber soñado. Incluso en esas situaciones, tan comunes, por otro lado. No recordamos, o recordamos solo retazos, casi esbozos de lo que fue, de lo que viví. En sueños. Durante el sueño.


“Un sueño es una manifestación de imágenes –y, a veces, sonidos_ que muestran interrelaciones comunes y no comunes. Es un espejo que refleja algún aspecto de la vida o el inconsciente, un escenario para ensayar posibilidades de expresión externas, una ventana para el autoconocimiento”
Stephorn Kaplan William

Hay quien anota lo que puede, lo que recuerda. Simplemente anota. Escribe lo que surge, lo que ha surgido durante la noche y es capaz de recordar. No pretende interpretar. Solo anota. Un día y otro. Escribe como quien da fe de la realidad vivida, o pensada, mejor soñada. Y de vez en cuando echa un vistazo al relato, inconexo ordinariamente. Quien sigue esta rutina descubre cosas curiosas. Sin duda. La reiteración de sueños, la versatilidad de los mismos, las personas que los protagonizan, los lugares. Siempre se encuentra algo, al leer lo detallado. Una síntesis de lo que el inconsciente hace surgir. Lo que viene de dentro, de atrás, de antes, de mañana incluso. Un mañana no vivido. Deseado o temido. Quién sabe. Y somos capaces de recordar, claro. Cada sueño formula una pregunta profundamente significativa, responde a esa pregunta y, a menudo, continúa sugiriendo al soñador cómo resolver el dilema expresado en el sueño (David Ryback)

Es ésta, escribir lo soñado, una práctica a considerar, creo. Permite aflorar ideas, miedos, ansiedades y deseos que, de uno u otro modo, con este o aquel antifaz, se nos hacen presentes en la noche, con la noche. En su controvertido abrigo. En su insondable abrazo.

La noche no siempre es reparadora, como no lo son los sueños que hace brotar. Pero a veces los sueños son muy claros. Como el agua clara. Y nos permiten estar con quien ya nos ha abandonado en este mundo, hablar con ellos, abrazarlos. O poder besar a quien amamos con locura y no nos correspondió. O poder cantar el gol de nuestra vida. O conducir el coche de nuestros sueños. O pasear por el sitio también soñado. O volar. O, también, sufrir un abandono, una pérdida, un dolor inconsolable. Pero, al final, abrimos los ojos, y nos pellizcamos. Y nos servimos de la luz de la mesilla de noche para volver a este mundo. Después de haber vivido en otro. Muy real. Surge de dentro de nosotros mismos, y nos trasporta a otra realidad. Otra realidad, sin más. El día, con su luz y su ajetreo vuelve, y nos envuelve. Hasta la noche, pues. Nos vemos en el sueño. Deseosos de volver a vivir una situación mágica. Volver a nuestro sueño mágico cunado algo nos despierta. la consciencia nos oprime. Quiero volver. Me recojo y lo encuentro, encuentro el camino. Otra vez estoy ahí. ¿No hay conciencia en ese momento? Nos vemos en ese sueño. Mejor en ese.


Insomnio: síntoma de una sociedad enferma

Ver artículo






[1] Las sociedades más avanzadas hemos progresado notablemente, también, en el difícil arte de no-poder-dormir. Un problema serio. Ver artículo "Insomnio: síntoma de una sociedad enferma".

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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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