17 de febrero de 2012

Los niños y la calle. La calle como espacio educativo y de relación


José Antonio Luengo


Los estudiosos de la infancia vienen advirtiendo desde hace tiempo que las cosas han cambiado demasiado, y en poco tiempo, en lo relativo a las condiciones en que se produce la educación de niños y adolescentes en la sociedad actual. Hablamos de educación en sentido amplio pero, de modo singular, en lo que atañe a la llamada educación informal, es decir, aquella que se desarrolla, como txirimiri (Javier Elzo) en todas las actividades y experiencia de relación y convivencia que los niños viven en las situaciones ordinarias, no regladas, las que experimentan en la calle cuando salen a jugar con sus amigos (habría que decir cuando salían), cuando ven la tele en casa, cuando navegan por internet y contactan con sus amigos (algunos solo virtuales, otros, virtuales y físicos), cuando escuchan la radio, cuando salen con sus padres a cualquier tipo de actividad, cuando escuchan hablar a sus padres, cuando... En fin, hablamos de todas aquellas situaciones en las que no se dan los requisitos de la enseñanza formal (propia de la escuela) o de la enseñanza no formal (relacionada con las actividades extraescolares, más o menos planificadas y que pretenden cubrir ese espacio de ausencia de los padres más allá del horario escolar por razones de índole laboral. Pues bien , la cosa no es baladí. Ni mucho menos.

En poco tiempo estamos asistiendo a escenarios de experiencia en los que niños y adolescentes priorizan (en muchos casos muy a su pesar) la acción solitaria, ubicada en su habitación, dotada por cierto de mil y un dispositivos que le permiten aproximarse a contextos de actividad lúdica y de relación propios del entorno virtual. Sentados ante las pantallas consumen tiempo y energía, sin demasiadas posibilidades, en no pocos casos, de alternar este tipo de actividad con otras que, siendo imprescindibles para el adecuado desarrollo, no se pueden llevar a efecto con facilidad. Me refiero a salir a la calle, al portal, al patio interior, estar con los amigos, hablar con ellos, jugar, reír, compartir, tocarse, empujarse, abrazarse, decirse cosas, contarse cosas... Esperar a que nuestros padres nos llamen porque es hora de cenar. Y escaquearse un rato. Las ciudades han cambiado demasiado. Dicen los expertos que en veinte años aproximadamente el 75% de la población mundial vivirá en grandes urbes. A veces sin ver el sol, sin pisar sus calles. O hacerlo solo al abrigo, nunca mejor dicho, de nuestros adultos. Pero eso sí, las otras calles, las que se ubican en senderos virtuales, a su libre recorrido, sin apenas control, el necesario e imprescindible cuando de educar se trata. Uno ya cuenta con cincuenta años cumplidos y casi le suenan sus palabras a las de algún abuelo cebolleta que ha ido conociendo por aquí y por allá. Pero dejadme decir una cosa. Una cosa sola. Uno recuerda su habitación en época de niño o adolescente. Normalmente compartida con otro hermano (eramos normalmente varios en casa). La habitación (o dormitorio como se le llamaba, porque servía para eso) era un lugar donde se iba para dormir. Cuatro posters en las paredes y dominando los rostros o ídolos del hermano que tuviera más edad, claro (yo era el pequeño y hasta que no conseguí una habitación para mí solo -cuando se fueron yendo de casa mis hermanos- no pude campar a mis anchas en eso de agujerear las paredes con chinchetas y colgar tus cosas. Solía haber también, un armario, no empotrado, por cierto, y poco más. Los deberes de clase los solíamos hacer en espacios comunes de la casa. Veíamos la televisión cuando podíamos y siempre con el control absoluto de, normalmente, nuestro padre. El salón de casa era el sitio más transitado, o la sala de estar, así se la llamaba. Cuando les cuento estos a mis hijos me miran como diciendo: y qué me quiere decir? Y tienen razón, tampoco tengo muy claro qué les quiero decir. Tal vez hacerles partícipes de cómo se han modificado las cosas y de la repercusión que tienen estos cambios en cómo vemos y afrontamos nuestras vidas, a qué damos importancia y a qué no, cómo interpretamos lo que nos sucede y pensamos, lo que les sucede y piensan los demás. Pero una cosa sí les quiero decir cuando les hablo de ese espacio que llamamos nuestra habitación. Lo utilizábamos para dormir y poca cosa más, lo bueno estaba fuera, en la propia casa o en la calle.

Y esto equilibraba nuestra manera de estar y de ser. Estar y ser con otros, en contacto con otros, moviéndonos, compartiendo espacios físicos, viviendo aventuras fura de las cuatro paredes de nuestras casas. En muchas ocasiones el resultado de todos estos asuntos es, por cuestiones que ahora no se detallan, un hijo único en casa. Una habitación con todo. Con muchas vistas... en el espacio virtual. Mucho tiempo solo. Un txirimiri desequilibrado. Cansino, vaya.

Los adultos tenemos un reto. Lo voy a decir con claridad. Sacar más a los niños a la calle, a brincar, trotar por el campo, cuando podamos. Facilitar que estén en otros espacios diferentes a los que nos vemos obligados a transitar sí o sí. Es también cosa nuestra. Educar requiere tiempo. Tiempo y dedicación. Tiempo y ganas. Tiempo y ánimo. Y, lo que es más importante, tiempo y sosiego. Tranquilidad suficiente para acompañar a los hijos, para apoyarles, sonreirles, reñirles y orientarles. Tiempo y tranquilidad para hacer cosas juntos, ver la televisión juntos, jugar juntos (también videojugar), navegar (entre otras cosas por internet, claro) juntos. Ofrecer referencias, señalar límites; afrontar y resolver conflictos... Sin tiempo, la educación se ve afectada. No hay duda. Y es imprescindible nuestra influencia, nuestro modelo. Sobre todo en un mundo marcadamente abierto, en el que cada espacio de experiencia se ha convertido en un poderoso ámbito de aprendizaje, una permanente mirada al exterior, con profundo impacto en el interior de los que crecen. Nunca probablemente la influencia del entorno familiar haya sido tan importante. Y hasta tanto cambien las cosas, hasta tanto se consigan metas que permitan vivir de manera más equilibrada nuestras responsabilidades, todas las que tenemos y nos creamos, tal vez debamos reflexionar un poco y redefinir nuestras prioridades como padres.


                       

A jugar, a la calle, por Miguel Ángel Santos Guerra

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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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