28 de octubre de 2012

¿Ayuda la autoayuda? Segunda parte



¿Ayuda la autoayuda? Segunda parte
José Antonio Luengo

Las obras no se acaban, se abandonan. (Paul Valery)


Nuestra vida es una permanente construcción. Como una pintura. Como un lienzo que se cubre, en el que se deslizan contornos, colores, sombras, brillos, en el que se plasman dudas, recortes de la vida. Como el propio organismo, que crece y madura en cada segundo, cada minuto de nuestra existencia, nuestra mente, nuestro espíritu, la forma en que leemos e interpretamos las cosas que ocurren y nos ocurren y, por supuesto, la manera en que afrontamos el reto cotidiano de responder y crear, es una construcción. Un proceso de edificación que, ladrillo a ladrillo, sigue un patrón, un diseño, básico y esencial en los orígenes, pero sometido a un principio mágico que le da especial valor: la competencia adquirida en cada segundo de nuestra vida, la capacidad para reordenarse, afinarse, conducirse o reconducirse, siempre en función de las experiencias vividas pero, sobre todo, al amparo de las influencias y los estímulos que nos afectan e impresionan, de las cosas que vemos o vivimos, de lo que nos cuentan, de lo que leemos, escuchamos, experimentamos. A veces capturamos una idea, nos emociona, nos ilumina. Puede encajar o no en nuestros esquemas mentales pero, ese día, esa idea… Penetra. La hacemos nuestra, la rumiamos, masticamos, digerimos. Y surge otra idea. Muy cercana a la anterior, pero otra. Porque la hemos hecho, moldeado. A veces, cuando pasa el tiempo, incluso, podemos llegar a pensar que es nuestra. Nos sorprenderíamos de cómo hemos ido construyendo nuestra personalidad, nuestra manera de pensar, nuestros valores e ideas…
Y somos como una obra, que, en realidad, probablemente nunca se termine. En todo caso, se abandone. Y este es el riesgo, abandonarla. Abandonarnos tontamente. No crecer, no seguir.
¿Ayuda la autoayuda? ¿Podemos encontrar en nosotros nuevas ideas?

No olvidemos que las pequeñas acciones de cada día hacen o deshacen el carácter (Oscar Wilde)

No es tan difícil encontrar cosas en nuestro interior que harán factible una mejor versión de nosotros mismos. No abandonarnos. Al menos hasta que no nos quede más remedio. O hasta que el abandono no cree ya destrozos. Estamos en construcción, esa es la historia, la historia de nuestra vida. Y verlo así, te rejuvenece. Abre tu corazón. Lo hace más flexible y, por tanto, más feliz. Más tranquilo, más seguro. De tus pasos, de lo que quieres, de lo que eres, de lo que no quieres ser.
Saber lo que no quieres ser, es, en ocasiones, una buena forma de saber lo que quieres ser, con sencillez. Esto no es una cuestión de edad. La edad no cuenta. Conforme sumamos años, más obligados deberíamos estar a no abandonar. Sino, más bien, a seguir. Es una cuestión de inteligencia, más bien.
Creo sinceramente que somos capaces de hacer con nosotros casi lo que queramos: perdonarnos, querernos un poco más, alimentar el sosiego, sonreír, también más a menudo, disfrutar de nuestros silencios, de la soledad, de la compañía, de la calle, de la lluvia, del sol. Hasta de los días grises. Ese es un reto. Un día gris, de esos plomizos, brumosos, oscuros… Ver el lado amable de esos días. Ese es un reto, también.
El reto es, sobre todo, querer ajustar un poco nuestra vida, hacerla más amable. Y, por ello, más digna de ser amada. Los niveles excesivos de cortisol en sangre nos funden. Penetran como un elefante en la cacharrería de nuestras arterias, corazón y alma. Y nos funden. La relación entre la concentración elevada de cortisol en sangre y la aparición de averías sensibles en nuestro sistema inmunológico está ya suficientemente probada, y documentada. Y no es una cuestión baladí. Estamos demasiado sometidos a vaivenes e inercias nocivos, que anulan nuestra capacidad para protegernos. Proteger nuestra integridad, nuestra necesidad de parar, reparar nuestras pequeñas heridas del día a día, pensar, situar las cosas en su sitio, con un orden razonable, medir y proporcionar los efectos de lo que vivimos, priorizar, relativizar…
La preocupación se instala, con demasiada frecuencia e impacto, en nuestra vida. Y no siempre encontramos el hueco para respirar un poco. Claro, nos adaptamos, seguimos, estiramos la goma, más y más. Podemos con todo. Hasta que no podemos. Y la gotera nos sale, surge ominosa, y miramos a nuestro alrededor. Bueno, somos uno más con goteras. Hasta eso nos tranquiliza.
No existen recetas mágicas. No. Es cierto. Pero sí recetas. El cocido tiene la suya, los canelones también. Incluso muchas. El catarro también, por supuesto. Como la gastroenteritis, comer poco o nada, hidratarse… Y sigues al pié de la letra el dictado. Claro, también tiene receta el tabaquismo. Y no pocos miran hacia otro lado. Pero si la sigues… ¿Mejoras? ¿Estás mejor? ¿Vives un poco mejor? No he fumado nunca y no puedo situarme con comodidad en esa experiencia pero sí escucho bien a quien me habla. Las recetas dominan nuestras vidas. Cierto orden, cosas que ayudan, cerca, cosas que entorpecen, más bien lejos. No es tan difícil. ¿Por qué somos tan reacios a seguir recetas que, convenientemente hechas tuyas, alivian y reorientan? Vivimos demasiado deprisa para darnos cuenta. La solución, tomar el control de nuestra vida. Esto lo hemos oído muchas veces. Y lo que es más paradójico, le hemos dicho muchas más. Nosotros. Sigo pensando que podemos, la verdad. Solo hay que hacer. Dar pasos hacia delante, cambiar determinadas cosas, introducir otras. Huir de no pocas.
Le preguntaron al Dalai Lama sobre qué era lo que más le sorprendía de la humanidad, y respondió: “El hombre. Porque sacrifica su salud para ganar dinero. Y cuando lo consigue, sacrifica su dinero para recuperar la salud: Y está tan ansioso por el futuro que no disfruta del presente. El resultado es que no vive no el presente ni el futuro. Vive como si nunca fuese a morir, entonces, muere sin haber vivido realmente nunca.”
He podido experimentar eso. Hacer. Introducir algunos hábitos en la vida. Inexcusablemente. Con flexibilidad, pero conociendo su valor y, por tanto, cuidando razonablemente acercarme a aquello que me hace sentir mejor. En medio de un día gris, ventoso, desapacible, si tengo que elegir, por ejemplo, entre quedarme en casa o salir a pasear, mojándome, o correr, incluso, escojo esto último siempre. El resultado, para quien escribe esto, claro, volver cargado, activado, resuelto. Cansado físicamente, la ducha me espera, y un té, o un café, y un buen libro. Y el gris, ya es menos gris. Cada uno puede leer esto último como estime. Claro que el té, el café o el libro valen sin la carrera. Por supuesto. Para mí, la carrera, el entrar en el día gris y sentir el frío, supone enfrentar más activamente, físicamente, esa suerte de tristeza que a veces nos atenaza. Qué día más gris, decimos. Y esa sola expresión, lo hace más gris. Si cabe.

Buscar tu espacio, tus espacios, tu sitio, tu escape, tu encuentro, tu reencuentro… tal vez se trate de eso. Volverte, revolverte, mirarte, escapar, huir, también, por qué no. En mi opinión, sabéis, huir, para volver más fuerte, mejor.

Un acto necesario


Si después de cada expansión, el corazón no se pudiera contraer, no sería posible nuestra vida… Sin un camino de retorno, la vida pierde su sentido. Regresar por los caminos recorridos, para encontrar adentro el lugar donde un día nos perdimos, es ahora necesario.
Jorge Carvajal
Modificar un poco tu vida, encontrate contigo mismo, o pelear por conseguirlo, requiere, a mi entender, un acto de humildad realtivamente sencillo. Pero necesario. Perdonarse. Perdonarse las miserias que has expresado, tus errores más groseros, y los finos. Estos también. Repasarte, como quien se afeita. Y revisa los rincones de la mandíbula, se toca, aún raspa un poco…Soltar lastre. Lastres emocionales, esos que están, y, sin querer, nos hacen andar torcidos, un poquito. Algunos de estos pesos están ligados a experiencias en las que no estuvimos a la altura: relaciones de trabajo, cosas de la amistad, algún que otro asunto de amor, momentos en los que, conscientemente, no fuiste todo lo justo que podías o que la situación requería. La amplitud con la que uno se embarque o el recorrido de lo que pretenda es como el acceso a determinados sitios, personal e intransferible. Puede bastar con un par de acciones. De actos conscientes. Y explícitos. O, si te animas, es posible, incluso, ir un poco más allá. Reconocer que te equivocaste, que la pifiaste. Más o menos. Repasar damnificados. Recordar. El látigo aquí no tiene cabida. Nada de fustigarse el alma. Sí, por el contrario, recolocar las cosas. Yo llamé a varias personas. Con alguna tuve la oportunidad, además, de invitar a un café. Cara a cara es, por supuesto, mejor. Perdón, dije siempre. Por lo que hice y no hice, por lo que no ví, por lo que dije y no dije. Por lo obtuso que pude ser, lo injusto, torpe o, en ocasiones, soso y cansino. En algún caso tuve que explicar bajo juramento que no me encontraba afectado de alguna enfermedad incurable. Ni había sido secuestrado por una secreta e indomable secta. Que no era eso. Que se trataba, simplemente, de tener la oportunidad de decir a las claras que no estuve bien, que no fui justo, que no fui valiente, que no creí, que no amé lo suficiente, o que no amé como se esperaba, que no entendí, no escuché, no ayudé. Y de decir, también, que me importas, que esto me ayudará a entenderme mejor, sí, pero que me sigues importando. Pensar en alguien a quien casi se ha podido olvidar y situarse ante él. Volver a oir su voz. Para, simplemente, pedir perdón. Tuve suerte. No me colgaron el teléfono ninguna vez. Que podía haber pasado, desde luego. Pero sí hubo quien me expresó que el daño se hizo y mantuvo su estela tiempo y tiempo. Pero no busqué el perdón. Busqué pedir perdón. Pero hay una condición esencial para que este acto obre algún tipo de consecuencia positiva. Tiene que ser sincero y generoso. No se trata de reparar tus heridas. Se trata de afrontar, si bien tarde, en ocasiones, las heridas que causaste.
He tenido la oportunidad de reencontrame con personas que ni siquiera recordaban aquello que les trataba de explicar. Y mantener, sin excesos, una razonable relación. Hay quien ha preferido tenerme lejos. Muy lejos. Me parece bien. Lo entiendo. Lo asumo. Y así se lo he reconocido, sin ambages.
No se trata de ser obsesivo, ni exhaustivo; ni de resolver el pasado. Sería peor el remedio que la enfermedad. Pero sí de entrar, afrontar, encarar. Creo que ayuda, y te ayuda también. Pudiste hacerlo antes. Tal vez no estabas en situación de reconocer, de revisar adecuadamente. Ahora, sí. Lo estás intentando. Limpiar la mesa de papeles inservibles, el armario de prendas que no usas, poner ya la bombilla fundida desde hace días… (aconsejan los expertos en coaching). Limpiar tus errores, algunos al menos, tal vez pocos, cuando te has parado a pensar, de verdad, en sus consecuencias. Si llegas tarde, que llegas tarde, casi siempre, te lo dirán, no te preocupes. Y ahí estás tú para gestionar bien esa emoción. No se trata de reparar los errores. Probabalemente haya pasado demasiado tiempo. Se trata, más bien, de pedir perdón, y expresar con sentimiento, sinceridad. Pedir perdón y hablar con el corazón. Y valorar a la persona con quien se habla. De corazón.
No hace falta hacerlo todo de una vez. Lo entiendo más bien como un proceso. Un proceso que nos ayuda a reconocer más rápidamente las equivocaciones del ahora. Y repararlas a la mayor brevedad. Esto es indispensable.

Pequeñas cosas, pequeñas acciones, que nos hacen estar… y sentir mejor

Un día, tal vez a causa de una depresión o porque el dedo de un ángel te haya tocado la frente, tendrás la evidencia del valor del tiempo que te queda antes de disolverte en el espacio. Será lo más parecido a una revelación. De pronto, descubrirás un hecho tan simple como éste: que la vida te pertenece a ti y a nadie más.
Manuel Vicent

No suelo rechazar nunca leer aquellas cosas que tratan de cómo solemos afrontar las cosas, cómo y por qué sufrimos, cómo y por qué nos alegramos, cómo nos relacionamos, a qué damos importancia, a qué no, qué nos impresiona y nos afecta… Siempre, o casi siempre, encuentro algo, una frase, una idea, una experiencia que me permite pensar un poco, deducir nuevas propuestas, nuevas respuestas. La realidad suele cambiar poco. Está ahí, tozuda, pesada a veces, insistente. Somos nosotros los que disponemos de espacios para analizarla adecuadamente, y controlarla, mirarla de frente, gestionarla con sentido común y criterio. No puedo decir que esas lecturas cambien mi vida, no. Pero sí que me permiten, en ocasiones, darle una vuelta, o varias, a lo que estoy haciendo de y con ella, a lo que ya he recorrido, a lo que quiero recorrer, a lo que me apetece sentir y hacer. Y ser. Pero, sobre todo, me ayudan a concretar qué cosas, sencillas, pueden hacerme sentir mejor, estar mejor. Qué hacer, qué no hacer. Conmigo mismo, especialmente, pero también con los demás. Porque, al final, ese recorrido, el del yo y los demás, es un círculo de desarrollo personal y social que uno puede convertir en vicioso o virtuoso, según cómo lo enfoque y, por supuesto, trate.
Convertidas a nuestra particular manera de interpretar las cosas, hechas nuestras, ajustadas a las circunstancias personales que nos hacen alguien singular, existen algunas rutinas que, oportunamente orientadas, pueden contribuir a hacer un poco más razonable nuestro diálogo interior, nuestro autoconocimiento, nuestra manera de organizar el tiempo, de valorar prioridades sobre lo que hacer o no. Con el tiempo podemos afianzar ideas, corregir cosas, pulir otras…
Podemos incorporar pequeñas momentos y actividades cotidianas que, sin duda, pueden contribuir a dar oxígeno y pausa al ritmo enloquecido al que nos sometemos de forma ordinaria. Sería algo así como acostumbrarse, crear el hábito. De tomarse, por ejemplo, cada día un buen zumo de naranja natural, comer varias piezas de fruta, no abusar de las proteínas animales, tomar legumbres, ensaladas, arrinconar un poco los dulces… y no fumar, claro. Puede que de un día para otro no notes grandes cambios, pero nadie duda que si estabilizas esos hábitos alimenticios vas a encontrarte mejor a medio, incluso a corto plazo. Es así de sencillo. Acabas durmiendo mejor, teniendo mejores digestiones… En fin, esas cosas que todos sabemos bien. Claro que nos vamos a morir, un día. Pero, mientras, voy procurar sentirme mejor, física y psicológicamente. Con flexibilidad, ritmo y cintura. Flexibilidad, ese es el secreto. Pero con convencimiento.
Se trata de estrategias, acciones que pones o puedes poner en marcha sin grandes dificultades, todas o parcialmente,  y que permiten situar nuestro espacio y acomodo en nuestra vida que, con las pausas y habilidades necesarias para no recalentarnos en exceso. Porque, desde luego, elevamos nuestra temperatura demasiada frecuencia y durante mucho tiempo; paramos poco, o nada. Descansamos poco y mal. En general.

El momento de la soledad.
Se trata de dedicar un espacio de tiempo al día, al menos cada dos días, en el que disfrutes del silencio. Quince, veinte minutos. No leas, no escuches música; siéntate cómodo, túmbate en el suelo. No pienses, no medites. Deja la mente libre. Que se mueva y se libere de los estímulos que nos rodean cada día. Poca luz mejor. Y silencioso. Procura disponer algo bonito cerca, unas flores, un cuadro, alguna foto que te recuerde cosas agradables…No te metas en un zulo, claro. Y, sobre todo, no te sientas raro. ¿Qué hay de raro en detener tu vida, la ordinaria, veinte minutos? ¿En estar tranquilo? ¿En estar callado? ¿En dejar abierta la mente? Nada. Podemos dar también dar un paseo, por la noche, solos, en sitio silencioso, por supuesto. Sin música  ni cascos, abrigado en invierno, pero notando el frío en la cara. No pasa nada si nos vamos a media hora. Se trata de una experiencia que, cuando la haces estable, acabas deseándola. Llegar a tu espacio. En el que estás a solas contigo mismo. En el que te miras. Y miras. Enfrías la mente. Le das tranquilidad. Alivias la tensión del día. Es como poner hielo en una contractura. Liberas, cuando dejas la mente en blanco. Y controlas tu mente. En unas condiciones de las que no sueles disponer  a lo largo del día.

El momento de la actividad física
Cuando alguien, normalmente amigos, que deben quererme mucho, digo, me regalan alguna buena palabra sobre mi aspecto físico, en un ejercicio de benevolencia e incondicionalidad difícil de expresar con palabras, suelo contestarle que, en efecto, formalicé un pacto con el diablo ya hace tiempo. Él me pediría cosas y, al cambio, me permitiría mantener cierta apariencia de salud física. La pregunta suele ser obligada tras esta explicación. ¿Y qué te pidió a cambio? Que sufriera. Les contesto. Corre mucho, me dijo el diablo, cánsate, corre especialmente cuando llueva o haga frío; nótalo en tu rostro, no te dejes seducir por el calor de la cama o lo confortable que sea el sofá. Sal y corre. Sufre, cánsate. Agótate. Nota cómo el cuerpo te pide, para, para… Si te encuentras con un ascensor, desprécialo. Busca las escaleras siempre. Y súbelas, vayas donde vayas. También me dijo algo sobre la comida. Come poco, y de determinados manjares, muy poco; o nada incluso. Quédate con hambre antes de sentirte lleno. Sufre, amigo, con la contemplación de exquisiteces que, a partir de ahora, vas a tener reducidas, o liquidadas. Me concedió un deseo, les digo: ¿Cuál?, contestan. Le pedí que me dejara tomar vino de vez en cuando. Vale, dijo, pero Rioja en todo caso. Nunca comprendí muy bien esto último pero yo, como no puede ser de otra manera, lo sigo al pié de la letra. Lo que no sabe el diablo, creo, es que yo no sufro con esas cosas. Más bien al contrario... Bueno, esto no es más que un chascarrillo chistoso entre amigos, pero sirve para que hablemos sobre determinadas cosas que ayudan a que uno encuentre claves razonables para reconquistarse un poco, ser más consciente de quién es y qué quiere en la vida. Y para valorar que determinados esfuerzos contribuyen a encontrarse. Y a que te encuentres mejor. Poca explicación más requiere el tiempo de la actividad física. La he comentado en líneas anteriores. No hace falta ser un gran deportista. Ni plantearte retos especialmente exigentes. El único reto es buscar la estabilidad, el hábito de hacer ejercicio, de moverse, de sudar. En su libro, El monje que vendió su Ferrari, su autor, Robin S. Sharma,  nos dice… Una semana tiene 168 horas. Dedica al menos cinco a alguna forma de actividad física. La idea es mover el esqueleto, andar, saltar, correr un poco. Que el cuerpo y el corazón se agiten, que liberen endorfinas, las mágicas sustancias del bienestar. Moverse, esa es la cuestión.

El momento de la amistad
¿Cuidamos las relaciones de afecto y cariño? No sé los demás. En mi caso, he tenido que pensar mucho en lo que quería hacer al respecto. Mucho y muchas veces. No suelo, no he solido descuidar a las personas que me importan. Tal vez, en el terreno familiar las cosas, sin duda, podría haberlas hecho mucho mejor. No tengo duda alguna. Pero nunca he estado especialmente satisfecho. Cosas, razones ligadas al tiempo. Al tiempo que nos come. Nos devora. Nos llamamos, hablamos… Tenemos que vernos… decimos. Pero, ¿cuándo? Las personas que nos estiman y quieren soportan lo que no está en los escritos. Hasta que dejan de soportar. La relación con las personas que queremos es imprescindible en nuestra vida. Como imprescindible es cuidar, mimar los tiempos, las experiencias. Los gestos, las actitudes. El momento de la amistad se basa en hacer estable la relación con las muchas personas que forman parte de nuestra vida, la que hemos ido construyendo día a día. Familiares y amigos. Hace tiempo que reservo un rato, un café, media tarde, una comida, a veces una cena, con alguien a quien quiero. Un rato a la semana. Y si las condiciones lo hacen imposible, o extremadamente difícil, procuro encontrar el momento para hablar largo y tendido con alguien que me importa y con quien hace tiempo que no hablo. Sin motivo. O, mejor, con motivo. Saber de él. De ellos. Decirles que me importan, que les recuerdo, que les echo de menos. No encuentro una actividad más reconfortante en mi vida. Multiplica mis sonrisas, agranda mi corazón. Me hace sentir y llorar más. Con ternura. Y esto, sí, esto es especial.

El momento de dar, y darse
Fortalecer las actitudes de ayuda, sensibilidad, empatía, bondad, alimenta nuestra alma. Y nos permite vivir con más sosiego. Y tranquilidad. Esta idea puede resultar extravagante. Mi experiencia es abrumadoramente favorable a trabajarla y hacerla fuerte. Hacerla fuerte mejorando la paciencia, la humildad, el coraje, la actitud de dar[1], de ofrecer, ofrecerte. Por el mero y especial hecho de dar, de regalar. Si quieres, si mimas, si abrazas, si te fijas, si percibes, si observas, más que mirar, si escuchas, más que oír. La vida te regala, te ofrece, te da. Te da sonrisas, te da  miradas, te da, te ofrece. Casi se abre en canal para ti. Se muestra. Escuchas el corazón de la gente, su ritmo, su cadencia.  Y, entre otras cosas, dije, nunca pierdes. Nunca te juegas nada. Porque no pides nada. Solo abres el bolsillo y ofreces. La respuesta, bueno, de todo hay. Pero la sangre corre a más velocidad, porque estás vivo, porque estás pendiente, porque te interesa lo que les pasa a los demás, porque cuidas el detalle, porque percibes, porque ves, con los ojos bien abiertos. El color que sienta bien, la cara o el día triste (de los demás), la sonrisa bella (de quien está contigo, a tu lado, que pasa por tu lado…) El valor de los demás, de sus vidas, de sus inquietudes, la amabilidad sencilla, discreta, la escucha, la sonrisa cerca, presta, sincera. Al final, un efecto. Siempre. Los demás cobran más importancia en tu vida. Y esto, siempre, es lo mejor. El proceso sigue un recorrido increíblemente reconfortante. Las cosas, a tu alrededor, se mueven con más soltura. La tranquilidad te busca, te quiere. Te encuentra. Y te da, claro. Lo que te rodea tiene, siempre, algo de bello, acertado, sereno, ágil, divertido, fácil, vivo, entendible, lógico. Encontrarlo es un tesoro.

El momento de la meditación
Podemos confundirlo con el momento de la tranquilidad[2], por eso es importante diferenciarlo. Al menos, esta es mi opinión. La meditación representa una actividad que requiere tranquilidad pero que, no obstante, implica actividad mental sutil. E importante. Meditar es un arte sencillo. Y, estimo, extraordinario. Meditar es un lujo. Para la mente, para el cuerpo, para nuestra vida. Sonará raro, lo sé, pero te regala detalles inimaginables. De forma simple, delicada, humilde, casi sin decir nada. Discretamente. Meditar infunde respeto a tu vida. A tus momentos. A tus pensamientos, a tus sentimientos, a tus afectos, a tus emociones. La mirada interior se hace sencilla. Y en ocasiones te abruma. Claro. Pero te acerca al espacio en el que quieres estar, vivir, al modo en que quieres estar con la gente, con tu gente, y con la que no lo es. Y contigo mismo. El resultado. El corazón te sonríe más. Siempre. Y tú también.








[1] http://blogluengo.blogspot.com.es/#!/2012/10/la-actitud-de-dar.html
[2]  Ramiro Calle: El gran libro de la meditación. Ed. Martínez Roca; Ramiro Calle: La filosofía del sosiego;  Temas de hoy.
 http://www.oshogulaab.com/OSHO/TEXTOS/QUE_ES_LA_MEDITACION.html.

22 de octubre de 2012

La actitud de dar



La actitud de dar
Por José Antonio Luengo 

Una de las cosas que con más facilidad podemos aprender en nuestra vida cotidiana tiene que ver con las tremendas posibilidades que se abren cuando uno adopta una actitud que favorece el dar en lugar de solicitar, pedir, desear que te den, que te ofrezcan, que te miren y presten atención. Hablaba con mis hijos hace unos días de esto. Ya sabéis, los hijos te miran, al principio, reticentes. Una nueva de papá, deben pensar. No soy muy dado a conversaciones largas, pero sí a muchas. Comentarios sobre lo que veo o siento, observaciones simples, detalles de la vida, de la gente, de lo que pasa, de lo que les pasa, de lo que nos pasa. De alegrías y tristezas que se topan con nuestros rostros un día sí y otro también. Muchas veces, sin enrollarme. Cuatro cosas. Es probable que muchas veces no me hagan ni caso, pero yo, tozudo, suelto, expreso, digo, opino, siempre con prudencia, sin dogmas de fe o vida. Ese día, los dos, me miraron un poco, se miraron. Yo creo que cruzaron una mirada cómplice, de papá ataca de nuevo. Pero como no tardo mucho en expresarle lo que siento, y quiero que sepan que siento, me lo aceptan razonablemente. Espero.  

Hablaba con ellos de mi experiencia de eso que llamamos dar o recibir. Dar o recibir con las personas que forman nuestro pequeño mundo, la familia, los compañeros, los amigos, incluso la gente con la que nos cruzamos solo de vez en cuando. Y más, incluso las personas a las que vemos una vez, en el Metro, en la parada de un autobús, en un bar… Hablar por hablar tiene un efecto negativo inmediato. No solo no sirve para nada, sino que te ven el plumero rápido. Y eso no ayuda en nada. La idea, muy recurrente en lo que opino sobre la vida que atesoramos, es hacer. Hacer, lo que hay que hacer, lo que uno cree más oportuno, pertinente, necesario. Aun en las pequeñas cosas o situaciones, hacer. Cuando estamos tristes, hacer. Cuando nos sentimos cansados, hacer. Mover, moverse. Mover nuestro pequeño cosmos de ideas e interpretaciones, de acciones, de cosas que vivir. De esto hablaba con mis hijos. Cada experiencia con las personas que nos rodean se convierte en una oportunidad de hacer, de dar, ofrecer, de mostrar la sonrisa más grande, de ser amable, afectuoso, atento, agradable, educado. Con el conductor de autobús, a quien siempre, siempre, saludo, de manera cordial. Con la cajera o el cajero del hipermercado, que pasa horas interminables pasando objetos por un lector óptico, embolsa, calcula, cobra… Todo ello mientras, ordinariamente, te mira sonriente, te da las buenas tardes, saluda y despide con cordialidad. Con la persona que te pide consejo sobre cómo llegar a un destino que no encuentra. Con quien te cruzas en la puerta de un establecimiento. Ya sabéis, eso de entrar antes de salir. Algo que no vino seguramente en los libros de mucha, mucha gente. Pues es igual, incluso en esas situaciones, la mejor cara, el mejor buenos días.  

Los dos, mis hijos, me miraban. A mi padre se le va la pinza? Espero que no lo pensaran. Pero me miraron más, claro, cuando les hablé de los más cercanos, de aquellos que forman nuestro núcleo duro, o blando, según como se mire. Nuestros compañeros, de clase o trabajo, nuestros amigos, padres, hermanos, pareja…  Una cosa he aprendido de esto que os estoy hablando, les dije. Es muy fácil, pero me costó tiempo verla, capturarla, hacerla mía. Ahora no me desprendería de ella en ningún caso. Si das, si te das, recibes. Sobre todo si das sin esperar, sin pedir nada. Por el mero y especial hecho de dar, de regalar. Si quieres, si mimas, si abrazas, si te fijas, si percibes, si observas, más que mirar, si escuchas, más que oír. La vida te regala, te ofrece, te da. Te da sonrisas, te da  miradas, te da, te ofrece. Casi se abre en canal para ti. Se muestra. Escuchas el corazón de la gente, su ritmo, su cadencia.  Y, entre otras cosas, dije, nunca pierdes. Nunca te juegas nada. Porque no pides nada. Solo abres el bolsillo y ofreces. La respuesta, bueno, de todo hay. Pero la sangre corre a más velocidad, porque estás vivo, porque estás pendiente, porque te interesa lo que les pasa a los demás, porque cuidas el detalle, porque percibes, porque ves, con los ojos bien abiertos. El color que sienta bien, la cara o el día triste (de los demás), la sonrisa bella (de quien está contigo, a tu lado, que pasa por tu lado…) El valor de los demás, de sus vidas, de sus inquietudes, la amabilidad sencilla, discreta, la escucha, la sonrisa cerca, presta, sincera. Al final, un efecto. Siempre. Los demás cobran más importancia en tu vida. Y esto, siempre, es lo mejor. No tardamos mucho. Mis hijos se miraron. Papá terminó. Creo que me escucharon. Y que, antes o después, sentirán la necesidad de ver y valorar, qué es eso que les contó su padre y que tan importante le parecía. Por cómo lo contaba. Por lo que contaba. 

19 de octubre de 2012

Humillada en la Red, humillada en la calle





http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/10/18/actualidad/1350587479_648426.html
http://eskup.elpais.com/1350616188-d1fdd45e122b87a6e5c2c9dcbcc0c669

Noticia publicada en El País, 19 de octubre de 2012

Todo empieza con una imagen, un dato íntimo, una clave entregada a un desconocido al otro lado de la línea. Así comenzó el infierno de Amanda Todd, la joven canadiense de 15 años que se suicidó hace una semana tras haber colgado un mes antes un vídeo en Internet en el que contaba su tragedia escrita en pequeñas cartulinas. “Nunca podré recuperar esa foto. Está ahí para siempre”. Es una de las frases de Todd. Se refería a esa primera foto —captura de un vídeo grabado por webcam— con el torso desnudo que su acosador anónimo utilizó para amedrentarla y de la que no pudo huir pese a los sucesivos cambios de colegio. Tras su muerte surgen los interrogantes. ¿Se podía haber evitado lo sucedido? ¿Qué ha fallado? ¿Cuáles son las medidas que hay que tomar para que no ocurran estos casos?
Canadá está conmocionada. El suicidio de la joven ha generado un debate nacional en el país sobre el uso apropiado de Internet. La cuestión ha llegado incluso al Parlamento. La primera ministra de la provincia de la Columbia Británica —donde residía Todd—, Christy Clark, que a principios de año ya anunció un plan de acción contra el bullying, emitió su propio mensaje de condolencia y sugirió la necesidad de nuevas leyes para luchar de forma efectiva contra el acoso cibernético. “Creo que deberíamos tener una conversación nacional sobre si debemos criminalizar o no el ciberbulliying”, dijo Clark en una entrevista en el diario Vancouver Sun. “Hacer eso sería lo correcto porque dejaría claro el mensaje de dónde nos situamos como sociedad ante ese problema”, finalizó. En España surgió una discusión parecida con la difusión —sin consentimiento de la protagonista— de un vídeo erótico de una concejal. El caso era muy distinto al de Todd —una niña— pero culminó con el anuncio del ministro Alberto Ruiz-Gallardón de la inclusión de un nuevo delito en el Código Penal para castigar la “divulgación no autorizada de imágenes o grabaciones íntimas, incluso si se han obtenido con consentimiento de la víctima”.

La primera medida de prevención es colocar la ‘webcam’ en una zona común de la casa
El caso de Todd no solo es dramático por su desenlace, sino por todo el sufrimiento que relata la joven en YouTube y que fue provocado por todas las clases de persecución y humillación online —y offline— que pueden darse. Era solo una niña de 12 años cuando un extraño le pidió que le mostrara los pechos. Durante los tres siguientes tuvo que soportar las amenazas (cumplidas) de su acosador, las burlas y agresiones de sus compañeros de clase y la humillación pública en Internet, incluso de desconocidos.

El acosador de la joven canadiense, según lo contado por ella, responde al perfil genérico que describen los expertos. “La mayoría tiende a actuar de la misma manera”, explica Guillermo Cánovas, presidente de Protégeles, asociación sin ánimo de lucro contra la pornografía infantil. “Primero se ganan la confianza del menor, le piden información sobre sus gustos, sus inquietudes, para después identificarse con él”, explica Cánovas. Pero estas conversaciones inocentes son, en ocasiones, una estrategia para conducir las conversaciones al terreno sexual. “Les preguntan si se masturban o si ven fotos de desnudos”, continúa. Esta situación es la que tiene que poner alerta a los chavales de que están siendo víctimas de grooming (acoso sexual a menores por Internet). La recomendación es simple: aunque la persona al otro lado insista, nunca compartir imágenes eróticas (práctica conocida como sexting), ni datos íntimos ni secretos.

Normalmente los depredadores sexuales cejan si no se cede al chantaje
Cánovas cree que, como primera medida de prevención, los padres deberían colocar la cámara del ordenador en una zona común de la casa para intentar evitar que los jóvenes accedan a quitarse la ropa ante desconocidos. “No hay que compartir fotos que no estés dispuesto a que sean vistas el resto de tu vida, por tu pareja, tus padres o tus futuros hijos”, apunta Cánovas. Pero si el menor traspasa esa línea roja puede degenerar, como le ocurrió a Todd, en sextorsión —cuando un adulto amenaza a un menor con la revelación del material sensible para obtener más sexo: fotos, vídeos e incluso en persona—. “No hay que ceder a este chantaje”, dice el decálogo de actuación de www.quenoteladen.es, línea de ayuda para menores creada por el Centro de Seguridad en Internet adscrita al Safer Internet Program de la Comisión Europea.

Amanda Todd no cedió cuando, un año después de que se desnudara frente a su webcam, el desconocido comenzó a acosarla por Facebook. La joven siguió muchas de las recomendaciones que dan las organizaciones contra este tipo de delitos. Sus padres y la policía conocían su situación. ¿Qué falló entonces? La experiencia contrastada por los expertos dice que normalmente un depredador sexual ceja en su empeño cuando el menor no sucumbe pese a las presiones. Pero la tortura de Todd continuó porque la amenaza se cumplió. Una noche, la policía llamó a la puerta de su casa a las cuatro de la madrugada: las imágenes de la pequeña estaban ya en los ordenadores de sus profesores, amigos y familiares. Sufrió entonces un calvario de bullying dentro y fuera de la Red, por parte de su acosador y de sus compañeros de clase, que continuaba aunque cambiara de colegio. No lo pudo soportar. “Me insultaban y me juzgaban”, dice en el vídeo de casi nueve minutos. “Perdí todos mis amigos y el respeto de la gente”.

Los expertos recomiendan nunca compartir fotos eróticas porque Internet no olvida
El de Todd es en cualquier caso un caso extremo. “No hay que caer en la paranoia”, advierte Cánovas. “Estos fenómenos son minoritarios. Según las estadísticas, la mayoría de jóvenes que utilizan Internet no ha sufrido nunca acoso”, añade. Jorge Flores, responsable de PantallasAmigas, web que promueve el uso responsable de las nuevas tecnologías, y Cánovas coinciden en considerar claves la educación y la relación de confianza entre padres e hijos para evitar o solucionar situaciones de riesgo. Esto ayudará a que, si surgen problemas, el menor y sus progenitores sepan cómo actuar para minimizar los daños, pero también para localizar al acosador.

La víctima colgó una presentación y un vídeo contra el ‘ciberbullying’
“Guarda todas las pruebas, capturas de pantallas y denuncia”, es otro de los consejos básicos. “A veces los menores piensan que es imposible identificar al malo, pero lo es”, recalca Cánovas. María Rosa Diez, asesora de los cuerpos de seguridad del Estado en materia de ciberdelincuencia, coincide. “Normalmente se les encuentra”, afirma. El proceso, explica la experta, es complicado y, a veces, largo. “Es como ir tirando de un hilo. Hay que pedir la dirección IP (etiqueta numérica que identifica a un elemento de comunicación) a las empresas proveedoras de los servicios [Facebook, Tuenti, YouTube]. Y esto lo tiene que autorizar un juez cada vez que lo haces”. Estos pasos se tienen que hacer lo más rápido posible. “En el caso de Amanda Todd lamentablemente no llegaron a tiempo”, señala Díez. Según la madre de la joven, Carol Todd, “la policía investigó e investigó y llegó a rastrear a alguien hasta Estados Unidos”. “Pero nunca le encontraron”, explicó al diario Vancouver Sun. “Esa gente es muy buena cubriendo sus rastros”.
La muerte de la joven ha reabierto el debate sobre la vulnerabilidad de los menores en Internet. Su legado: tres años de acoso y depresión contados en un vídeo, que se mantiene en Internet por petición expresa de la madre —“mi hija así lo habría querido”, asegura—, y una presentación que colgó en prezi.com para evitar que su infierno se repita.

Decálogo contra la ‘sextorsión’

La asociación Pantallas Amigas ha elaborado un decálogo contra la sextorsión para guiar a aquellas personas que están siendo sometidas a chantaje por otra que tiene una imagen comprometedora suya. Ningún caso es igual a otro, dice la organización, pero estos consejos buscan ayudar a una mayoría de víctimas, siempre con la ayuda de un adulto, a la espera de que la denuncia arroje resultados.
- Pide ayuda. Solicita el apoyo de una persona adulta de confianza.
- No cedas al chantaje. No accedas a las peticiones del chantajista si con ellas le haces más fuerte.
- No des información adicional. Cualquier dato o información puede ser usado por quien te acosa.
- Guarda las pruebas. Cuando te amenace, te muestre cosas delicadas... captura la pantalla y anota día y hora.
- Retira información delicada. Borra o guarda en otro lugar informaciones o imágenes privadas que puedas tener. Si no lo has hecho, tapa la webcam.
- Elimina malware. Asegúrate de que no tienes software malicioso —troyanos, spyware...— en tu equipo.
- Cambia las claves personales. Puede que esté espiando tus comunicaciones en las redes sociales.
- Comprueba si puede llevar a cabo sus amenazas. Muchas amenazas son faroles, no son ciertas.
- Avisa a quien te acosa de que comete delito grave. Debe saber que la ley le puede perseguir y que tú lo sabes.
- Formula una denuncia. La ley persigue con dureza este tipo de delitos, especialmente si eres menor de edad.

15 de octubre de 2012

Nosotros tenemos un niño diferente


Comentario a: "Tenemos un niño diferente en casa", de José A. Luengo
Por Yolanda Matos

Nosotros tenemos un niño diferente. Digo tenemos porque de alguna manera el hijo de unos amigos es un poco nuestro, al menos durante los periodos vacacionales que compartimos todos los amigos en un pequeño pueblo de Segovia.

Alberto, que así se llama el niño, efectivamente es distinto en muchos aspectos a nuestros hijos. No sólo le hace ser diferente el hecho de que sus procesos maduro-cognitivos sean más lentos, si no que son un sin fin de  detalles lo que le otorga ese distintivo. Sin Alberto, que ya tiene diecisiete años, el pueblo no sería el mismo.

Cuando llegamos al pueblo tras largos periodos de trabajo, mientras que a nuestros hijos  les cuesta ya saludar a toda persona que ellos consideran mayor, él sale a la calle a recibirnos. Nos ve, se tapa la cara con sus manos  -No, no puede ser, dice- para luego destaparse, decir nuestro nombre a voz en grito y fundirse con nosotros en un abrazo tan amplio como su sonrisa.

Muchas mañanas, mientras que hacemos las cosas de la casa, es probablemente la única visita matinal que tenemos. Primero se va anunciando antes de cruzar la puerta de la valla llamándonos a viva voz, luego abre la puerta y pregunta -¿Qué haces?  -La comida, le contestas- y  -¿Qué vais a comer?-. Seguidamente pregunta por mi hija, antes lo hacía por mis hijos, ahora como ya son muy mayores, pregunta sólo por Marta. -Se ha ido con las niñas- -¿A dónde?-. Le contestas no segura de que la información sea correcta. Da igual, él sabe o  a lo mejor no sabe que ya sólo puede contar con ella a ratitos, cuando antes estaba con él todo el día. Él ha ido creciendo y jugando con todos los niños del pueblo, con los que ahora ya son mayores y ya ni van al pueblo, con los medianos, que ya sólo juegan a veces con él y con los que ahora son pequeños que pronto dejaran de hacerlo. No le molesta, porque no sabe de rencor, él es así de sano, habla y juega con todo aquel que quiera,  sin importarle la edad.

Alberto nos acompaña en nuestros paseos, cuando ya nuestros hijos dejaron de hacerlo hace ya tiempo. Se agarra de nuestro brazo, nos pregunta, nos canta y cantamos con él. A veces se pone un poco pesado, no pasa nada, porque la gratitud de su mirada es superior a cualquier posible cansancio.

Es un artista consumado, teatrero como el que más, nos ameniza cada caña tomada en la terracita con su última representación teatral en el colegio. Es conocido en todos los pueblos de alrededor por su facilidad de palabra con todo el mundo.

Es un ligón nato, novio de media comarca. No hay chavala de larga melena a quien no le diga eso de –guapa, tú a casar conmigo cuando tenga treinta años-.

La ilusión con la que vive algunos momentos, sólo le está otorgada a él. Ilusión que al final acaba siendo contagiosa. Cuando llegan las fiestas es el primero en anunciarlas con mucha anterioridad, vive los disfraces y se sigue disfrazando cuando esa costumbre la perdieron nuestros hijos años ha.  Y ¡Cómo baila!. Tiene  unos movimientos de cadera qué más quisieran los mejores bailarines. Me encanta poder ser su pareja de baile en las fiestas. 

Tengo que agradecer a sus padres el haberle hecho ser así. Gracias a sus esfuerzos podemos compartir momentos que de otra manera no podríamos. Resumiendo, Alberto es genial. Se me olvidaba decir que Alberto es Síndrome de Down.

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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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