Cuánto nos cuesta perder. Perder representa una
experiencia especialmente negativa para muchos de nosotros, ordinariamente para
aquéllos que crecemos y aprendemos a leer e interpretar el mundo en un entorno
ordinariamente sobreprotector en el que, lo queramos o no, se tarda demasiado
en apreciar la pertinencia de la frustración en el desarrollo y maduración de
las personas. Nacemos en un entorno lógicamente protector. Nuestras limitadas
capacidades para sobrevivir sin la ayuda externa una vez alumbrados habilitan
todo un potente dispositivo emocional, pero también técnico y
estratégico, que
ordena y secuencia todo el devenir de los cuidados y atenciones que rodean el
siempre difícil arte de ser padre de un recién nacido. Es comprensible, pues, y
así lo explica la psicología del desarrollo en la primera infancia, la visión
egocéntrica que los pequeños estructuran en sus primeros años y que, a costa de
experiencias normalmente frustrantes, de distinta naturaleza, recorrido y
relevancia, van haciendo ver a los chiquitines que no es oro
todo lo que reluce y que, más bien al
contrario de lo que han podido percibir y vivir con anterioridad (tiempos
plagados de todo tipo de complacencias, muchas de ellas absolutamente
justificadas, pero no todas) les espera gestionar su vida con la suficiente
templanza para soportar las muchas cosas que no van a adecuarse a sus
intereses, gustos y preferencias.
¿Nacemos
pendientes y preocupados por lo que ocurre a nuestro alrededor? La respuesta,
claramente, es un NO rotundo. Nacemos entre dolores de unos y otros, movidos
por un instinto de supervivencia que nos hace luchar por encima de casi
cualquier cosa o circunstancia. Nos cuesta respirar, mover nuestro cuerpo,
orientar nuestra cabeza hacia los estímulos auditivos… Hasta comemos con
dificultad. El mundo, vaya, es un mundo que parece volcarse hacia nuestras
necesidades, las más primarias y vitales al principio; de afecto, cuidado,
atención y educación subsiguientemente. La realidad es que la vida nos enseña
que, además de nosotros, hay otros que también habitan el planeta, otros que se
mueven, comen, juegan, lloran, ríen y se divierten. Poco a poco aprendemos a
estar con ellos, aceptarlos, soportarlos incluso. No nos gusta demasiado eso de
que nos quiten las cosas nuestras o que compartan los que creemos nuestros
juguetes, nuestros espacios, nuestras personas de referencia.
Vencer
el egocentrismo no es sencillo, pero lo vamos consiguiendo poco a poco. Las
primeras amistades suelen cuajar porque ese con quien empiezo a divertirme y
querer estar se llama como yo, tiene mi mismo color de pelo, trae una camiseta
como la mía o sencillamente, viven también en mí barrio. Mi nombre, mi pelo, mi
camiseta, mi barrio… Pero al final lo conseguimos. Nos vamos desprendiendo de
la costra inútil que es el mirar siempre hacia lo mío, hacia mis cosas, mis
preocupaciones. El lastre que supone el egocentrismo para poder crecer bien es
demasiado grande como para no intentar perderlo de vista cuanto antes. Los
niños pequeños no son egoístas. No saben otra cosa que responder a lo que
ponemos a su alrededor; se lo damos todo, todo parece girar en torno a ellos.
Pero sí son egocéntricos. Se sienten el centro del mundo, sí, pero es lo que
han aprendido a vivir.
Los pequeños van dándose cuenta poco
a poco y protestan. La protesta es entendible; las cosas cambian casi de la
noche a la mañana, a veces por razones ajenas a ellos mismos, a lo que hacen o
dejan de hacer. A veces la sorpresa irrumpe en forma de hermanito, por ejemplo.
Explícale a un chiquitín de tres años que a partir de un día n (de
nacimiento), imposible de comprender para sus crecientes pero aún muy
infantiles entendederas, la presencia de un inefable renacuajo va
a cambiar su vida de modo sustancial. Para siempre. Que va a ser
mayor, que va a ser el mayor, que va a ayudar a papá y mamá, que ya
es muy grande… Explícaselo, anda! Lo hacemos, conste, o al menos lo intentamos.
Otra cosa es lo que debe iluminar su mente como respuesta a tal cantidad de
argumentos y explicaciones, siempre bienintencionadas, por supuesto, pero
ordinariamente poco eficaces. Encima le tengo que querer, manda
narices!, seguramente piense…
En otras ocasiones, el cambio surge
a partir de que parece necesario que las cosas cambien y que nuestro chiquitín
adquiera ya determinadas habilidades, como, por ejemplo, el control de sus
esfínteres. Hemos estado cerca de dos años y medio atendiendo con todo lujo de cariñitos y
afectos las eliminaciones de nuestro pequeño hijo, desde su nacimiento, y, de
pronto, las cosas tienen que cambiar; a así lo ve él, claro. Cambiar ¿para qué?
Y ¿por qué? Recordemos el ritual: nuestro hijo tumbado boca arriba en el
cambiador, la limpieza dedicada y delicada, el agua calentita, nuestros gestos,
palabras, su mirada, nuestra mirada, sus manitas, intentando tocarnos, el talco
inmaculado, el pañal protector, la colonia descongestionante, la
sensación de limpieza absoluta… Bienestar. Y un buen día, se acabó; nuestro
hijito tiene que crecer y progresar. Y esto está bien, claro que sí. Pero él lo
entiende, seguramente, mal. Aparece un orinal en casa, me quitan mi pañal, me
dicen que, otra vez, ya soy mayor, que voy a ir pronto al cole de mayores, que
ahora hay que hacer el pis y la caca en el orinal ese que
tiene forma de coche de carreras!
Estos
son dos ejemplos sencillos de cómo, de modo natural, la vida, es decir,
nosotros, los adultos, vamos integrando en el mundo de nuestros pequeños,
pequeños retos, esfuerzos, frustraciones que, también de modo natural, irán
favoreciendo la interiorización de normas, obligaciones, hábitos, valores, usos
y costumbres en sus vibrantes mentes. La idea básica, adecuarse a un mundo en
el que el flujo equilibrado de derechos y deberes se constituye como la
herramienta básica desde la que llegar a dominar el escenario del propio
crecimiento entre los otros importantes, es decir, los demás, en el
contexto del mundo relacional en el que nos ubicamos y gracias al cual acabamos
dando sentido a quiénes somos y qué hacemos aquí. Superamos esas situaciones y
crecemos, nos hacemos más fuertes, más comprensivos, más flexibles. Y, por
tanto, más inteligentes. Esto es especialmente importante.
Pero
algo pasa. Hay algo que no hacemos del todo bien. Por no decir mal. Los
resultados están ahí, en forma de intolerancia a la frustración, egoísmo (que
no debe confundirse con el egocentrismo infantil, visión del mundo natural en
las primeras edades –yo soy el centro del mundo-), ausencia de empatía e
incapacidad para aceptar que hay cosas que no salen como nosotros queremos. El
egoísta se hace, se construye. El egoísta no es capaz de superar en la infancia
la prueba de pensar en los demás, creer en ellos, jugar con ellos. Los adultos,
algunos, son egoístas. Eligen serlo. Quieren serlo. Han conocido las
preocupaciones de los otros, quiénes son los otros, por qué aman y sufren los
otros. Pero algunos adultos eligen no prestar atención a los demás. Un bledo
les importa.
Algo
de esto tiene que ver, sin duda, con eso de saber perder y saber
ganar. En el fondo, no hablamos de otra cosa que del modo en que
gestionamos nuestra propia posición en el entorno social y relacional en el que
nos desenvolvemos; hablamos, pues, de cómo gestionamos nuestros
anhelos y deseos, nuestras desilusiones, frustraciones y, por qué no, la ensalada
de envidias con las que solemos desayunarnos cada día.
Perder
es necesario; pero no suficiente. Saber perder es imprescindible. Caerse y levantarse. Doblar la rodilla
y levantar la cabeza, y erguirse. Esta es la secuencia lógica, el engranaje que
nos hace más grandes, más poderosos, más y mejor dispuestos para afrontar las
muchas cosas que seguirán explotando delante de nuestros ojos, en nuestra
vida. Pero esto es vivir. Nadie dijo que iba a ser fácil. ¿O sí? ¿Cabe la
posibilidad de que esa suerte de sobreprotección que endulza de manera
antinatural la infancia de no pocos niños hoy en día represente el germen
invasor y destructivo de una manera de estar en el mundo razonable, sensata,
flexible y tolerante? Al menos, dejémoslo en posibilidad; muy clara a mi
modesto entender.
Saber
perder, saber ganar. Todos somos conscientes de lo que suponen una cosa y otra.
De lo que pueden representar en nuestras vidas. Cómo nos duele perder; cómo nos
gusta ganar. Cualquiera podría identificar con facilidad las muchas
experiencias de rabia, dolor, desesperanza o desilusión que inundan nuestras
mentes como consecuencia de la experiencia de perder, de no conseguir lo que,
con ansia y anhelo, deseamos. Y creemos merecer, incluso. No es difícil traer a
nuestra memoria la experiencia de éxito que en alguna situación concreta
hayamos tenido la suerte vivir. Los primeros juegos, alguna competición deportiva,
o, simplemente, sentir que te dan la razón, y que se la quitan a otros, claro…
Y las primeras experiencias amorosas.
Los
adultos solemos hablar de perder y ganar en cosas del corazón. De adolescentes
hemos aprendido a sentir en un sentido y en otro. Sabemos lo mal que se pasa
cuando te dejan, cuando no te quieren, cuando te dicen que no te quieren. O
cuando no te lo dicen, pero te lo hacen ver con actitudes e indiferencia. Uno
no sabe qué es peor. Sabemos cómo se sufre. La vida parece haber dejado de tener
sentido. No podemos respirar, nos oprime la vida. Los recuerdos nos consumen,
inutilizan nuestras ya escasas reservas de optimismo. Los males de amor. En
otras ocasiones experimentamos crecer nuestra alma cuando somos correspondidos.
Y todo se vuelve mágico. Nos asaltan unas mariposas expertas en revolotear en
nuestro estómago. Y vemos que todo tiene sentido. O no. Pero es bello.
Se
pierde o se gana. O eso se dice. Pero creo que ahí está el error. Nadie te gana
si tú no sientes perder. Simplemente, las cosas son como son. O funcionan o no
funcionan. A veces las cosas son imposibles. Hasta matemáticamente. “Supongamos que entre
dos personas, A y B, hay dos metros de distancia. Y A quiere acercarse a B,
pero en cada paso ha de cubrir exactamente la mitad de la distancia total que
le resta para alcanzar a B. El primer paso es de un metro, el segundo de medio
metro, el tercero de un cuarto de metro. Cada paso de A hacia B será más
pequeño, y la distancia se irá reduciendo en una progresión eterna, pero lo sorprendente
del caso es que, mantenida la premisa de que cada paso sea equivalente a la
mitad de la distancia total que los separa, por más que avance, A nunca llegará
a B” (Del libro Saber perder,
de David Trueba. Anagrama, Barcelona, 2008).
En cualquier ámbito de la vida, o se gana o se pierde, dicen
algunos. O se gana o se aprende, dicen otros. Estos últimos, al menos,
vislumbran una luz al final del túnel. La pregunta es: ¿por qué hemos de
encajar nuestra experiencia en estas dos categorías? Ganar o perder; sentir el
éxito o vivir el fracaso; triunfar o caer… La insufrible visión dualista. Una
propuesta terca para interpretar las cosas que ocurren y nos ocurren. La
respuesta solo puede estar en nosotros mismos, en inundarnos de vida, ilusión y
coraje.
El resultado de nuestras experiencias forma parte de nuestro propio crecimiento. Ni perdemos ni ganamos. Crecemos. Y experimentamos. Y vivimos. La respuesta es la flexibilidad, la capacidad para entender, para doblarse en conexión a las inclemencias que oscurecen y turban nuestra existencia. Porque todo es temporal. No existe experiencia más edificante que levantar la cabeza ante una situación comprometida, afrontar el reto, ponerle cara, hacerle frente. Y actuar. Hacer, moverse. Nada permanece estable, ni la victoria, ni el éxito (especialmente éstos), ni el dolor o la sensación de fracaso. Las claves de nuestra vida están en nuestra capacidad para actuar, para modificar aquello que es preciso ajustar, despreciar lo que nos anula y reduce, asir intensamente lo que nos da valor, coraje y energía. Podemos buscar lo que sea inmutable y seguro, pero no tendremos éxito.
El camino hacia el equilibrio consiste en integrar y aceptar plenamente todos los ámbitos y vertientes de la experiencia. El miedo paraliza; el miedo a perder, a no conseguir lo que pretendemos. La resignación. La sensación de no poder. Nos anula, anega y emponzoña nuestra capacidad de respuesta. El espacio a recorrer es la conciencia de hacer, con responsabilidad, confianza y humildad lo que entendemos que hemos de hacer. Pensando en nosotros, pero no solo. Y actuar. Paso a paso. Día a día. Con valor. Mirando cara a cara al dolor. De él no podemos escapar. Pero sí podremos comprenderlo. Y saber que pasará. Antes de lo que imaginamos. Si hacemos. Si nos movemos. Si creamos opciones. Y nos sentimos vivos. Y mirando, también, cara a cara al éxito. Y saber que pasará. Mirarlo desde la humildad. Sin arrogancia. Sin prepotencia. Nunca lo poseeremos. Y si fuera así, terminaría por destruirnos. El eje para la reflexión y la acción no puede ser la alternativa perder o ganar. Sino, simplemente, vivir, desde la emoción, la convicción, el esfuerzo, la alegría compartida. “Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo” (Leon Tolstoi).
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