10 de agosto de 2012

Mejores decisiones: la regla del cuarto de segundo


José Antonio Luengo


Soy de los que piensa que lo que, al final, somos en la vida no es sino resultado de los infinitos procesos de toma de decisiones que hemos ido adoptando desde que tenemos uso de razón, momento que, por cierto, no es fácil identificar y depende en gran manera de cada persona y de sus circunstancias. Eso cuando podemos identificarlo… Una idea como la planteada, sencilla y fácil de argumentar, choca con la opinión de quienes defienden que, por el contrario, nuestro discurso en la vida acaba siendo la consecuencia de un conjunto de situaciones que, sin solución de continuidad, van anegando nuestra existencia. Situaciones no buscadas, incluso temidas, incluso odiadas, que, por cuestiones ligadas al azar o a la suerte (a la mala suerte habría que decir) penetran en nuestras vidas y capturan su esencia, tornando éstas una suerte de dolorosos y, en no pocos casos, insoportables escenarios. Y seguramente no les falte razón a quien piense así. Muestras y ejemplos hay, seguro, miles: la pobreza desde la cuna, la marginalidad sobrevenida por los desmanes de otros, la cruel enfermedad que ataca cuando y a quien menos lo esperas… No faltan ejemplos, no.

Pero en estas líneas permitidme hablar de los contextos más ordinarios, esos que circulan a nuestro alrededor y en los que nos vemos inmersos por razones laborales, familiares, afectivas o emocionales; permitidme que me refiera simplemente a los procesos que envuelven la vida de la mayoría, de los que tenemos la suerte de tener lo básico para estar, ser y vivir, y, sin embargo, acabamos más de una noche sin poder dormir por lo que, formando parte de lo que es la vida, acaba alterando nuestra tranquilidad, minando seguridad, torpedeando los cimientos de ese espacio estable en el que querríamos sentirnos gratamente acunados. Es aquí donde quiero instalar algunas reflexiones que surgen de la experiencia propia, de lo que me pasó y pasa; y también de lo que veo y de lo visto, que, a mi edad, no es poco. Hablo, en definitiva, de la gran cantidad de pequeñas decisiones que tomamos en cada momento, casi sin percibirlo, sin ser conscientes de lo que hacemos y de las repercusiones que tendrán. Y no hablo especialmente de las grandes decisiones, de esas que afectan a la vida de uno mismo o de los demás cercanos en su conjunto, a saber, cambios de trabajo, de domicilio o cuestiones relacionadas con la estabilidad (o no) de la pareja…

Quiero hablar de las pequeñas decisiones, de las muchas pequeñas decisiones que configuran nuestro día a día en el más estricto de la palabra y de las que, como he resaltado, casi ni somos conscientes. Hablo de cómo afrontamos la percepción de nuestro propio rostro en el espejo cada mañana y de las consecuencias e impactos que eso tiene en cómo nos vestimos, con qué nos vestimos, cómo miramos y qué decimos a los que están a nuestro lado, Hablo de cómo decidimos salir de casa, qué estado de ánimo decidimos escoger de nuestro particular armario emocional. Quiero hablar de cómo miramos a y qué pensamos de las personas con las que nos cruzamos por la calle, con las que compartimos el espacio, a veces insufrible, del metro en hora punta, de cómo aceptamos el gesto, la mirada, el aspecto, las conversaciones o el periódico de los demás. Hablo de cómo gestionamos la sensación de que nuestro compañero de asiento mire el periódico que acabamos de comprar o el que, de distribución gratuita, hemos recogido en la boca del suburbano (aún recuerdo con cierto desasosiego la bronca que me echó un propio cuando, después de recoger él uno de estos ejemplares gratuitos en el propio asiento al entrar en el vagón, observó con alarmante enfado cómo quien suscribe miraba tranquilamente a su lado las noticias que él y solo él entendía tener derecho a ver y leer. Qué sufrimiento le provoqué, por Dios. Y me la armó. Me levanté y me fui a otro sitio, entre las miradas de indiferencia de los que nos rodeaban).

Hablo de cómo entramos en la oficina o en el lugar de trabajo. Qué decimos, cómo nos dirigimos a nuestros compañeros, con qué interés percibo sus rostros, con qué ganas me acerco a sus cosas, con qué intención real pregunto eso de cómo va todo o qué tal ayer, o el fin de semana. ¿Me importa? Hablo de cómo nos situamos ante las pequeñas adversidades de cada día en el trabajo, cómo interpreto y qué hago inmediatamente después de una mirada extraña, de una observación distante o de reproche del jefe o de un compañero. De cómo afronto mis tareas, de cómo gestiono mis tiempos, de cómo valoro o no eso de mejor lo dejo para mañana.

Hablo, y esto es importante, creo, de cómo llego a casa, de cómo saludo al entrar, de si me intereso o no por los que están, por sus cosas, por lo que les ha pasado cada día. Hablo de cómo pregunto, de si oigo o escucho, de si me importa o no, de si le doy tiempo o no, de si quiero o no que me contesten… Hablo  de si realmente me interesa lo que pasa, de provoco sonrisas a mi alrededor, de si valoro verdaderamente dónde estoy, qué hago, con quién estoy, lo que vale mi comportamiento, lo que provoca, sus repercusiones, el ejemplo que doy o quiero dar…

Hablo de cómo afronto las discusiones, que las ha habido, las hay y las habrá. De cómo me pongo en el lugar de los demás, de si verdaderamente creo estar siempre en posesión de la verdad y, si no lo creo, por qué me cuesta tanto reconocerlo. Hablo de cómo decido querer, de cómo decido demostrarlo, de cómo abrazo y de por qué, a veces, o muchas veces, no lo hago. Y de por qué no lo hago. ¿Se me agota la energía con los abrazos? O, muy al contrario, la repone hasta los topes.

Hablo de si me doy cuenta de que cada cosa que digo, cada reacción que tengo, cada postura que adopto ante las cosas que pasan, buenas, malas y regulares, están sometidas a un proceso mágico que es el de mi libertad. La libertad de elegir. Elegir, qué hacer, qué decir, que no hacer, qué no decir, si sonreír o no, si abrazar o no, si elevar o no la voz, si irme o aguantar el chaparrón. Afrontar, con criterio, razón, afecto y ecuanimidad, o huir Amedrentar al otro o escucharle y comprender. Aceptar o enrabietarnos. El sosiego o la intranquilidad. Podemos decidir.

Hace un par de años leí un libro de esos que a veces caen en tus manos sin saber muy bien cómo. No recuerdo haberlo comprado. Pero me enganchó.  Lo que sabe la gente feliz, de Dan Baker y Cameron Stauth, 2007 (Urano). Trascribo aquí una parte que me pareció especialmente interesante:

Podemos cambiar la manera de percibir las cosas. Nada está tallado en piedra, ni siquiera la forma de percibir el mundo que nos rodea en ese momento. En cada momento de la vida y en cada percepción hay un instante de oportunidad en el que uno puede elegir la manera de percibir el mundo. Esta capacidad de alterar la percepción es una de las capacidades humanas más fabulosas. Significa que, por difícil que se nos vuelva la vida, siempre tendremos el poder para vencer el sufrimiento. Significa que podemos elegir una perspectiva de la realidad que nos enriquezca, en lugar de disminuirnos. (…/…)

Cuando las reacciones físicas se suman a los pensamientos negativos, el miedo puede adquirir un ímpetu irresistible. Hace ya muchos años que el psicólogo William James hizo la siguiente observación: El terror aumenta con la huida, y ceder a los síntomas de la rabia intensifica esas mismas emociones.

El terror generalizado por la amígdala (nuestro cerebro más primitivo) se autoalimenta y obnubila la razón. Empiezan a aparecer pensamientos negativos, como salidos de ninguna parte, y avasallan el neocórtex. El miedo comienza a cobrar vida y el cerebro queda secuestrado por el miedo. Pero existe la posibilidad de salvación: hay un instante, que dura alrededor de un cuarto de segundo, en que se puede prevenir ese secuestro. Ese cuarto de segundo, del que habló por primera vez la influyente psicoterapeuta y escritora Tara Bennett-Goleman en Alquimia emocional, fue descubierto por el neurocirujano Benjamin Libet. (…/…) Todos los impulsos que sentimos, entre ellos todos los provocados por el miedo y por la rabia, contienen una ventana de oportunidad de un cuarto de segundo en la que podemos desengancharnos de ese impulso. La importancia de esto es extraordinaria. Un cuarto de segundo podría no parecer mucho tiempo pero en el terreno del pensamiento es una eternidad virtual. Es tiempo más que suficiente para elegir interpretar de otro modo las percepciones. Este cuarto de segundo es nuestro poder definitivo sobre la percepción. Es tiempo suficiente para comprender que un ruido fuerte no es una bomba, que una ramita en la hierba no es una serpiente, que un comentario sarcástico no se ha hecho con la intención de herir, o que un resbalón por culpa de una cáscara de plátano es divertido en lugar de irritante.

Son cientos, miles, las decisiones que tomamos cada día, cada semana, cada mes... Decisiones en muchos casos imperceptibles. Decisiones que hacen que cada situación vivida sea como es, se desarrolle y cuaje de una determinada manera. Nos hacen predecible. Crean un modo de respuesta al entorno, de integración en y del mismo. Y configuran una forma de estar, de ser, de actuar. Y organizan nuestra vida. Lo realmente notable es que cambian nuestra vida a cada instante. Porque nuestra vida puede discurrir con una u otra orientación en función de lo que decidimos hacer. Miles de gestos, miles de palabras. Miles de acciones simples, sencillas, del día a día, que hacen que seamos como somos. Y que, sí, podamos cambiar lo que no nos gusta, lo que no nos hace crecer, lo que no nos permite disfrutar, lo que dificulta nuestra relación con los demás, lo que nos hace, en ocasiones, insufrible, intratable... Y potenciar lo que nos acerca a nuestro mejor yo. Que afrontemos este reto depende de nosotros.

Un cuarto de segundo, medio segundo, contar hasta diez... Lo interesante es que nuestro cerebro es libre para elegir. Soy, así, no puedo evitarlo. No es verdad. Puedo hacerlo. Puedo hacer de mí lo que estime que debo ser. Elegir y ampliar nuestras opciones, hacerlas más amables, afectuosas, cercanas a las necesidades de los demás. Ser más cariñoso, más empático, más flexible, más cercano. Todo, en definitiva, puede estar ligado a un cuarto de segundo. Nos puede cambiar la vida. En cada instante, cada momento.



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José Antonio Luengo Latorre es Catedrático de Enseñanza Secundaria de la especialidad de Orientación Educativa. Es Decano-Presidente del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid y Vicepresidente primero del Consejo General de la Psicología de España. Licenciado en Psicología. Habilitado como Psicólogo Sanitario por la CM y experto en Psicología Educativa y en Psicología de la actividad física y del deporte (Acreditación del Consejo General de la Psicología de España).. Desde octubre de 2002, ocupó el cargo de Secretario General de la Oficina del Defensor Menor en la Comunidad de Madrid y desde julio de 2010 fue el Jefe del Gabinete Técnico del Defensor del Menor, hasta la supresión de la Institución, en junio de 2012. Ha sido profesor asociado de la Facultad de Educación de la UCM y de la UCJC. Es profesor invitado en la Facultad de Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid. En la actualidad es psicólogo de la Unidad de Convivencia. Coordinador del Equipo de apoyo socioemocional, dependiente de la Subdirección General de Inspección Educativa de la Consejería de Educación de la CM. Twitter: @jaluengolatorre

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